A través de una secuencia inicial que revela su doble condición desde lo visual —por un lado, partiendo de su función narrativa que la convertirá en un recurrente ‹flashback› mediante el cual ir desgranando el relato en el que se cimentará esa venganza que da nombre al título; y por el otro, en el juego focal que parece remitirnos a su carácter genérico, especialmente ese sobrenatural que sirve como armazón del film—, J.D.’s Revenge recoge en sus primeras estampas una de las cualidades centrales de esta ‹blaxploitation› setentera: la imagen como forma de confluencia desde la que construir una pieza que en ese sentido va más allá de su buen trabajo fotográfico: no sólo la notable labor de Harry J. May —un habitual del cineasta, con el que colaboró en otras cintas más célebres suyas como Detroit 9000 o Friday Foster— dota de cierta solidez el trabajo de Arthur Marks, es además la mirada de este último aquella capaz de parapetar una naturaleza que a partir de esa veta sobrenatural deriva en una ‹revenge movie› que combina con acierto el terreno dramático de esa relación que sostiene el protagonista con su pareja —y las consecuencias que tendrá esa “posesión”—, así como una patente inclinación por el thriller, que deriva en secuencias donde la violencia no surge como elemento condicionado, y otorga personalidad al relato, aunque no únicamente desde la virulencia de sus escenas de acción, asímismo a través de un componente sexual explotado en esa disociación que se produce cuando Ike, el protagonista del film, se vea imbuido por el espíritu de J.D. Walker.
Si bien J.D.’s Revenge no toma riesgo alguno en lo narrativo —la vuelta a esa secuencia germinal se siente en todo momento bastante convencional, y sólo funciona a modo de filón desde el que reconstruir el momento que sirve como detonante—, lo cierto es que son sus decisiones formales las que favorecen la constitución de su tono —en especial, con el interesante empleo del color que, amén de esos ‹flashbacks›, también contempla un acertado uso de la iluminación en las escenas más enardecidas del film—. Un hecho que se ve reforzado del mismo modo en la introducción de esos espejos que desempeñan la función de componente fragmentador de la mente del protagonista en cuanto surge esa transformación que le llevará al borde de una tesitura cuya única solución parece llegar hasta las últimas consecuencias.
La dirección de Arthur Marks —sin duda, uno de los nombres eminentes del ‹blaxploitation›, que llegó a dirigir a algunos de los actores más representativos del género como serían Fred Williamson o Pam Grier— se siente determinante y, pese a alguna decisión más que discutible —como ese final tan atado donde toda esa última secuencia se antoja de resolución algo atropellada o, al menos, descuidada en tanto en un contexto que se antoja “realista” (no por su tono, sino por su desarrollo) queda normalizada una situación de lo más extraña—, J.D.’s Revenge es uno de esos ejercicios de género que destaca por la perseverancia de un cineasta que encuentra en la presencia de Glynn Turman el complemento idóneo en esa interpretación que nos lleva de la apariencia calma y discreta de un joven muchacho al exacerbado carácter de un tipo sin decoro ni contemplaciones —muy bien descrito, por cierto, además de gracias a la actuación del neoyorquino, por algún diálogo aislado que ofrece la información adecuada sobre un individuo al que el espectador apenas conoce más allá de una escena aislada—, cuya caracterización dispone además una de esas estampas icónicas de un personaje cuyo temperamento encuentra la asociación perfecta en su presencia.
Una cinta que no necesita de discursos afilados —aunque algo se perciba en la figura de ese predicador engañado que encontrará en cierto modo una senda redentora indirecta— y se posiciona como pieza de género vindicable capaz de llevar el concepto del ‹exploit› lejos de la violencia sucia y seca a la que en ocasiones se acogía ese tipo de cine, logrando apreciables resultados sin necesidad de acudir a ese simbolismo tan en boga que en ocasiones no está de más reemplazar por imágenes tan modestas como vigorosas.
Larga vida a la nueva carne.