El cine de Angela Schanelec se basa en los silencios, tanto de los personajes como de las imágenes. Poco se puede discernir de la trama que se avoca al vacío en perjuicio de un despliegue de imágenes-gesto que inducen a la reflexión, comedida pero intensa, de personas rotas, quebradas y aisladas. En Nachmittag, una película que supondrá una evolución enorme en la carrera de la directora, volvemos a ver una evolución lógica para con su forma (la cual siempre ha sido explorada desde unos parámetros inamovibles: los planos vacíos, los detalles de los cuerpos que casi nunca se muestran enteros y la larga duración de los mismos). Acompañamos a la autora, que siempre vuelca sus dudas y pesares en sus películas, llegando incluso a actuar en ellas (es el caso de Nachmittag), en una especie de viaje estático por el interior de un puñado de familiares que son ejemplos vivos de la negación y el dolor sordo. Vivimos los largos, tediosos y banales momentos de una familia de clase media alta desestructurada que vive retirada junto a un lago. Los minutos pasan y parece que Schanelec no acaba de ir a ningún sitio desde el punto de vista narrativo. Y es precisamente ahí donde está la clave. La historia no se encuentra porque, para Schanelec (como para muchos cineastas actuales), ya no sirve una narrativa ligada a la literatura, sino que hace falta ir más allá de la mera presentación de situaciones con correlatividad dramática. El supuesto tedio anticlimático y el tremendamente introspectivo desarrollo del film dará paso a la revelación de instantes llenos de sensibilidad y melancolía; bellos por su extrema delicadeza y su austeridad casi abrasiva.
La directora venida de la Escuela de Berlín compone su obra mediante la pausa; los momentos que acarrean la naturalidad propia de un gesto advenido a la eternidad y el uso del sonido como vehículo principal de la acción. Breves palabras pueden crear terremotos emocionales que, sin duda, calarán en lo más hondo de los personajes. Estas vibraciones arrasadoras se manejan mediante una compleja y no menos calculada puesta en escena que se basa en los planos fijos y pequeños movimientos de cámara sobre un eje, que encuadran determinados espacios y partes el cuerpo: una nuca frente al lago, un pie con una herida, una mano sujetando unas cartas, una cadera frente a una puerta abierta… Encuadres que recuerdan al cine de Robert Bresson y que se actualizan para mostrar mucho más de lo que podrían hacerlo una descripción o un narrador. Otro elemento a tener en cuenta es su uso de la música; tan precisa, tan perfectamente introducida en su brevedad, se convierte en el reflejo de una cadencia trágica para con los personajes. Personajes que están solos en su interior y que, aunque se los vea charlando con otros, recuerdan a algo parecido a fantasmas en sus momentos más íntimos. Ellos, que permanecen en espacios vacíos o deambulan por las calles de noche, como esperando algo fatal, son ejemplos de lo quebrado, de lo incompleto.
Schanelec es una directora muy cruda. En su forma aparentemente tranquila y apacible se encuentra un latente deseo de destrucción que se afronta en breves ocasiones y de manera muy esquiva en Nachmittag, como en My Sister’s Good Fortune (1995), en Ich bin den Sommer über in Berlin gebieben (1994) o en su última película Estaba en casa, pero… (2019); el suicidio se aborda entre líneas, siempre ligado al acto de escribir y nunca del todo legible. Hay dos escenas en las que Konstantin, el hijo de Irene (la protagonista, interpretada por la propia Schanelec) intenta quitarse la vida (la segunda, al parecer, con éxito) y lo cierto es que son dos escenas que hielan la sangre por lo directo de la acción, la explosión momentánea y casi bestial que se apodera del plano tranquilo y por la duda que genera el no saber está sucediendo realmente. Momentos como este hacen de Nachmittag y, en general, de la obra de Schanelec algo brutal en términos conceptuales y también formales. El desasosiego y el miedo, dos de los temas centrales de la película, se manifiestan de forma muy soterrada y se expresan mediante lo meramente mundano para revelar el conflicto personal de cada personaje que arde bajo sus pieles. Es así como se sugiere una clara inclinación por la duda frente a la vida y al mismo tiempo la manifestación de un fuerte deseo por vivirla. En un ‹impasse› temporal, vemos como la trama no avanza y todo se reduce a las vidas ahogadas, estancadas y desdichadas de una familia que parecería feliz de no ser por la incidencia de Schanelec en mostrar el abismo de sus almas. Viendo el film como un círculo, en el que todo parece condenado a repetirse, la presencia, siempre intrigante, del lago puede interpretarse de un modo metafórico. El movimiento del agua causado por el viento da la ilusión de corriente, de flujo; pero lo cierto es que no hay curso alguno en su superficie. Como un charco enorme de agua estancada, permanece siempre en el mismo lugar, haciendo imposible la renovación y, por tanto, la evolución. Lo mismo sucede con los miembros de la familia aparentemente estable e incluso feliz. Por más que salgan a la ciudad a tomar algo o a pasear, sus vidas estarán ancladas en esa casa, en esa realidad difícil de afrontar pero que acecha y los consume poco a poco. El plano final, con Konstantin nadando hacia el muelle tras haber engullido una bárbara cantidad de pastillas mientras su madre, ajena a ello, lo mira desde la orilla para después volverle la espalda, es una imagen que emula una conversación pendiente. Quizá una reconciliación o, de manera más dura, una conversación entre la vida y la muerte, entre lo cercano y lo distante. Entre la mirada paciente y una recompensa tan amarga como brillante.