Sería interesante preguntarse por qué el zombie es el monstruo contemporáneo por antonomasia. Un muerto revivido, furioso, sin voluntad propia y cuyo único objetivo parece ser atormentar a los vivos. Los zombies han pasado del subgénero de terror a servir como tropo para un sinfín de discursos: político, social, colonial o simplemente como excusa para el entretenimiento más banal.
Desde que hace casi cien años Victor Halperin dirigiera a Bela Lugosi en White Zombie, la figura se ha ido degradando, expandiendo y modificando, hasta el punto de que prácticamente nadie sabe el origen de la leyenda. Un elemento clave de la cultura afrocaribeña ha sido deformado y adaptado para el consumo rápido de la cultura occidental, en un pastiche de elementos en los que cabe prácticamente todo.
En un intento por actualizar el significado del término sin olvidar su origen, Bertrand Bonello escribe y dirige Zombi Child, un film que pasó por Sitges el año pasado, y que llega a las carteleras varios meses después de su estreno oficial.
El film tiene un inicio puramente cinematográfico, en el que se nos presenta simplemente un personaje, un lugar y un tiempo: Haití, 1962. Con la ayuda de una música compuesta por él mismo, Bonello nos sumerge en un clima fantasmagórico y de claroscuros, una noche clara donde el personaje principal, después de haber muerto en extrañas circunstancias, es resucitado para trabajar en una plantación de azúcar.
Acto seguido pasamos a otro lugar y tiempo totalmente diferentes: Francia, actualidad. En una escuela elitista donde solo acuden las descendientes de los galardonados con la Legión de Honor, un profesor explica la historia de la revolución mientras un ‹travelling› nos muestra las caras, entre aburridas y expectantes, de un grupo de alumnas adolescentes. El personaje que sirve de nexo entre los dos mundos es Mélissa (magnífica Wislanda Louimat), una joven haitiana desplazada a Francia tras el terremoto de 2010.
Este primer tramo de la película le sirve a Bonello para hablar del privilegio, de hasta qué punto la familia determina el lugar donde se está, pero también de la cultura, de cómo asumimos nuestra cultura superior o simplemente natural. Esto se articula a través del rechazo de la coprotagonista y sus amigas, quienes forman un club literario que rechaza a Mélissa en un principio por ser “rara” (bailar sola, hablar bajito, escuchar música con valores diferentes). Mélissa tiene la dualidad entre encajar y mantener su identidad, explicándoles el verdadero concepto de zombie a unas chicas que solo lo conocen a través de películas de terror de serie B.
La segunda parte del film flojea, en parte por la trama en la que Fanny busca realizar una ceremonia zombie para imbuirse del alma de su exnovio, algo que se demuestra un poco forzado, como si el director hubiera querido una excusa para explicar la religión vudú a través de los ojos de una occidental. Quizás la segunda mitad baja el nivel por un exceso de voluntad explicativa, en el que se intenta meter en poco tiempo elementos como los rituales, las deidades o incluso el personaje de Clairvius Narcisse, un caso real de un supuesto zombie. Bonello queda imbuido por el interés antropológico y olvida lo verdaderamente interesante de su film: su rasgo contracultural, de shock, su análisis de los privilegios, la apropiación cultural, la tradición familiar y la tragedia de un país, Haití, que como bien dice la tía de Mélissa refiriéndose a sí misma, está continuamente cerca de la muerte.