En la coyuntura histórica actual en la que el concepto de la “España vaciada” está más presente que nunca en los medios, en las reflexiones de los intelectuales, en los programas de los partidos políticos e incluso en la literatura, Juan Palacios realiza en Meseta toda una disección y estudio de la geografía rural castellana. Lo hace a través de un viaje de inmersión a ras de suelo, explorando espacios, capturando ambientes, describiendo la cotidianidad de las vidas y el trabajo de los pocos habitantes que quedan en una serie de lugares y no-lugares, que forman esa gran superficie de la península olvidada y evocada con nostalgia desde la hiperactividad de lo urbano por quienes anhelan un modo de existencia más sencillo y tranquilo —en su idealizada imagen del pueblo de la infancia y del campo en contraposición a la ciudad—. Y precisamente si algo emerge en las imágenes del director es una búsqueda constante por eludir la idealización, mostrando las contradicciones de nuestra relación con la naturaleza y la actividad humana, de la conservación de las tradiciones a la vez que se filtran elementos del mundo moderno y del efecto del paso del tiempo y del progreso en la despoblación gradual de sus sembrados, sus casas y sus carreteras.
Los protagonistas delante de la cámara son también participantes activos en la creación de la película. La mirada de Palacios no hace de estas personas que retrata un fetiche etnográfico para la observación desde una perspectiva condescendiente. El primer plano de la película es una vista cenital que pasa a un plano general de uno de los individuos que sigue en su metraje: un pastor de ovejas con su rebaño que mira un avión que pasa en ese instante. Su montaje tiene una dimensión política evidente. No se puede hablar de lo rural desde lejos ni desde una posición de superioridad intelectual. Los aviones transitan por los cielos, los satélites registran el territorio y los coches pasan de largo por las autovías construidas para evitar los largos y sinuosos recorridos con estaciones de servicio, restaurantes y hoteles esparcidos por unas tierras que no conocen ni les interesan, que se encuentran en mitad de la nada, de camino a sus destinos en una u otra punta del país. Se hace patente el envejecimiento de los lugareños, que han visto transformarse por completo el trabajo en el campo y sus necesidades.
Dos niñas deambulan por el pueblo con el teléfono móvil en la mano en su caza infructuosa de Pokemon, un hombre de mediana edad juega en su consola de videojuegos a un simulacro de labranza en el que controla distintos tractores sentado en el sofá de su salón y una persona mayor relata su encuentro de amistades e interacciones a través de las redes sociales. Así se desarrolla Meseta entre los testimonios y el costumbrismo naturalista, fijándose en gestos y acciones pero también contextualizando perfectamente el entorno con las construcciones y su vínculo con estas personas y su día a día. La superficie del agua y el arrullo de la plácida corriente de un río rodeado de árboles, las texturas de la vegetación que vuelve a apropiarse de antiguos caminos y eras, ahora abandonados y sin actividad. El alcance de la acción humana en la naturaleza se muestra con las canalizaciones para el regadío, la contaminación derivada de la agricultura o la transformación absoluta del paisaje con esos inmensos campos de secano que abarcan el horizonte en todas las direcciones. La falta de infraestructuras, de posibilidades de ocio y socialización —o de futuro mismo— causa el abandono de estos parajes y sus costumbres. Lo inevitable de este destino se refleja en la tristeza de los ojos de quien recuerda todos los nombres de sus vecinos ausentes y la localización de sus casas ahora cerradas. Las calles vacías, el silencio y la oscuridad permanente parecen ya imposibles de evitar en este universo con sus propias reglas, ritmo y un legado cultural en vías de desaparición.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.