Sin mediar palabra, buceando en una personal paleta de colores capaz de mutar a través de algún que otro momento que nos transporta a lugares paralelos a ese taimado disparate del que hace gala, y buscando una raigambre clásica en la que asentarse (desde su particular revisión de La Cenicienta a modo de extraña fábula, a esa imitación del celuloide o su forma asociada con el silente —más allá de la ausencia de diálogos—), The Bra dispone mediante el íntimo prisma de su autor una de esas comedias que ejercen, a partir de lo elemental de su carácter, un ejercicio de arqueología cinematográfica con el que revisitar los elementos más paradigmáticos del género; aquellos que en décadas ya lejanas encandilaban al espectador, pero a día de hoy han quedado soterrados bajo mecanismos más rudimentarios, carentes del ingenio y la audacia de quienes dieron los primeros pasos en el séptimo arte y contribuyeron a crear un aura única, aún persistente tras tantos años.
No es que Veit Helmer se apodere de ese aura ni mucho menos: su búsqueda se establece más como forma de crear un diálogo análogo, que como mímesis de la esencia de un cine que en The Bra se detecta quizá en su tono. Esa blancura de la que hace gala, un carácter ciertamente naíf y esa candente ingenuidad otorgan al film del bávaro una de sus principales virtudes: la de huir de ese sentimentalismo que con facilidad puede personarse ante la falta de estímulos no visuales, dejando así de lado una ampulosidad que el autor de Baikonur rehúye con modestia, otorgando a la figura del simpático Miki Manojlović uno rol articular más allá del protagonismo que se le atribuye como actor principal, y es que el rostro del mítico intérprete balcánico (¿quién no se ha topado con él en alguna película de Emir Kusturica o Goran Paskaljević?) parece en total armonía con el universo creado para la ocasión por Helmer. No se trata, pues, tanto del talento que pueda otorgar el actor yugoslavo y de su capacidad como tal, sino de una presencia que va más allá del saber hacer (que también lo hay) y conecta a la perfección con ese extravagante desfile que propone The Bra mediante ‹set pieces› que, afortunadamente, no se sienten como tal. Porque más allá del talento para suscitar distintos matices, todo queda envuelto por ese cuento bufo que sabe trascender la mera anécdota.
Y es que si algún riesgo podía correr Helmer con su nuevo trabajo, ese era que el relato no fuese más allá del simple anecdotario, algo que logra evitar componiendo una historia cuyo acercamiento al realismo mágico y vocación de comedia tan descalabrada como personal alejan de lo que podría haber sido una muerte anticipada. Puede que The Bra no logre conectar con la misma alma del silente al que parece remitirnos, pero deja al menos un espacio donde la ternura en torno a sus personajes emerge casi sin quererlo, apelando a esa inocencia que parecen contener en alguna ocasión sus imágenes, pues si bien hay un rincón para la desvergüenza donde lo picaresco surge como fundamento central, en el fondo la mirada de Helmer tiene bien claros sus propósitos. Es probable que, con todo, The Bra no alcance un lugar entre los títulos contemporáneos que revisitan algún recoveco de nuestra historia cinematográfica, pero tiene al menos claras las claves para poder acceder a un terreno que, como les sucediera a los cineastas silentes en su trasvase al sonoro, no es tan fácil llegar, mucho menos con la solidez y mimo que lo logra uno de esos autores cuyo sello parece más que consolidado, y no por cuestiones azarosas como las que, al fin y al cabo, terminan enriqueciendo The Bra.
Larga vida a la nueva carne.