Hay algo más allá de la propia condición de Algunas bestias como reflejo de una naturaleza, la nuestra, tan cruda y descarnada como capaz (o, quizá, a causa de ello) de llegar a interceder en el ámbito más íntimo, y es que si bien es cierto que el director Jorge Riquelme Serrano obvia dilucidar la posición de alguno de sus personajes (principalmente Alejandro, que terminara deviniendo foco de uno de los conflictos centrales que surgirá en el seno familiar), es en su aproximamiento formal en el que se divisa, por momentos, una fuerte exposición clasista dirimida a través de herramientas como el plano; pues si bien en Algunas bestias nuestra mirada es guiada en casi todo momento por un encuadre como el americano, que en este caso destaca por su versatilidad (potenciada desde la puesta en escena) y una frontalidad que habla por sí sola acerca del prisma con que el cineasta afronta su obra, encontramos ciertos subterfugios que parecen indicar un orden más allá del enfrentamiento, como ese plano picado en el que observamos a Antonio y Dolores, los cabezas de familia y a su vez padres de Ana, acechando tanto a ella como a su marido, Alejandro, desde una de las ventanas de la casa, mientras dirimen acerca de los asuntos familiares. Sí, es cierto, ese particular encuadre no es más que un mero detalle, un apunte a pie de página que, sin embargo, se erige como uno de los mecanismos más notables del cine de Riquelme Serrano, puesto que aunque probablemente en cierto momento se destape con una secuencia de lo más gráfica, el cineasta chileno es capaz de sugerir en torno a puntualizaciones —ya surjan desde la planificación o desde el comportamiento y reacción de algunos personajes— todo aquello que, a la postre, no será sino un brote del lado más brutal y despiadado de esa familia.
De este modo, y si bien no estamos ante un retrato de clases ‹per se›, pues la miseria moral de los personajes aflora a partir de la propia naturaleza, sí se atisba en Algunas bestias la habilidad de su director por lograr que afloren temáticas a priori relegadas a un segundo plano, pero que no dejan de aportar y nutrir un relato cuyas capas se explicitan de la forma más directa, sin necesidad de otorgar dobleces a un contexto ya de por sí capaz de dinamitar sus posibilidades gracias al marco en que lo encuadra Riquelme Serrano y las particularidades de que dotan el mismo al incontenible talante de Antonio. Es, por tanto, Algunas bestias uno de esos films que se alimentan tanto de su carácter formal como de una sólida puesta en escena, y al mismo tiempo se encuentran en una impetuosa dialéctica su razón de ser; característica está última, reforzada además por el intenso trabajo de un elenco que se apoya en algo más que dos referentes como Paulina Garcia o Alfredo Castro, encontrando en las figuras de Gastón Salgado y la debutante Consuelo Carreño réplicas a la altura.
Riquelme Serrano compone con su segundo largometraje tras Camaleón uno de esos ejercicios que tienen una capacidad tan opresiva como cruel que no surge necesariamente del conflicto suscitado, y se resuelve a través de unas virtudes formales más que palpables donde el escenario se transforma en un todo, pero además el chileno consigue motivar esa tensión en una planificación que opta más bien por una certera austeridad, logrando que la salida o entrada en plano de los protagonistas genere una incertidumbre no resuelta: quizá porque en ocasiones termina resultando más concreto el hecho en sí que un diálogo que reafirme aquello que Algunas bestias ha ido exponiendo a lo largo del metraje. Y es, probablemente, ante esa decisión, donde con más extrañeza se percibe una secuencia desde la que catapultar ese discurso tan extremo como voraz: pero no por el hecho de descubrir aquello ya insinuado a través de ciertas notas presentes en el relato, ni siquiera por establecer una concepción que desnuda (del todo) esa inclemencia ya expuesta —por más que, de alguna manera, pueda chocar con su disposición, no deja de marcar un carácter concreto, de apuntalar esa indómita radiografía—, más bien por una escena cuya incomodidad no trasciende el acto en sí, no encuentra aquello que precisamente había dotado de poderío al film: una personalidad férrea e indiscutible, pues al fin y al cabo la ejecución de susodicho momento no es sino (en lo formal) un desabrido ‹déjà vu› que no encuentra la audacia necesaria para conectar ese tramo con el resto del metraje desde la expresión puramente cinematográfica —algo que, como es obvio, va más allá del mero hecho de realizar un encuadre—. Algo que no convierte, ni mucho menos, un notable recorrido en baldío, pero evita madurar una obra cuyo nada desdeñable talento se vuelve a proyectar en un último plano cuya maestría demuestra ser en segundos más devastadora que una secuencia, por qué negarlo, un tanto veleidosa.
Larga vida a la nueva carne.