Clarisa Navas es muy concisa en su ideario: crear una Argentina cimentada en la realidad visual de sus calles, y demostrar que ha cambiado radicalmente de perspectiva frente a los nuevos estímulos que atraen las generaciones más jóvenes. Larga vida a la nueva carne.
Nos adentramos en un barrio de periferia, uno donde los jóvenes se distraen con litronas improvisadas o perreando al ritmo que dicta el aleatorio del móvil. Parece un lugar cualquiera, en apariencia nadie lo definiría como especial, pero ya desde esos primeros minutos que compartimos con esos rostros juveniles y despreocupados somos conscientes de algo: la sexualidad se celebra en las calles entre juegos y sombras.
Prácticamente ajenos a la presencia de una mirada adulta (más allá de su directora de orquesta) Las mil y una persigue de cerca todo lo mundano que convierte en especial a Iris (en mayor medida) y a sus dos primos, Ale y Darío. Tres personajes que se complementan más allá de los lazos que les unen, con unas características personalidades que podemos mezclar hasta obtener al futuro adulto perfectamente imperfecto. Porque sí, de nuevo nos encontramos varados en una ‹coming of age› donde explorar la sexualidad prematura, la fidelidad entre amigos y el tortazo a mano abierta que resulta la acechante llamada de la vida adulta, con la gratitud que aporta esa focalización por un suburbio en el que parece normalizado un ambiente donde convivir la comunidad LGTBI+. No tanto porque no exista prejuicio alguno por la diversidad de sus personajes, eso no se elimina ni siquiera de una sociedad inventada, sino por la facilidad con la que se cruzan todos ellos en un espacio tan limitado.
En cierto modo, los tres jóvenes parecen asumir que existen todavía esos prejuicios obsoletos a su alrededor, más si cabe al aparecer el elemento de la discordia, creando con Renata una revolución imperiosa dentro de una barriada llena de chismorreos y canchas de baloncesto. Renata es el contrapunto perfecto a Iris, considerándose ella misma como un ángel, todavía inspirada por una coraza de timidez ante el amor y el sexo, una chica entre normal y misteriosa que disfruta con su balón y la compañía de sus primos, uno que exterioriza cualquier ocurrencia o deseo, otro totalmente introspectivo, aportando entre los dos al relato una mirada óptima con la que combinar lujuria y reflexión sobre la mirada ajena hacia la homosexualidad. También Renata influye con su estoica presencia, defendiendo su postura de no aceptar las normas de una sociedad encorsetada que delimita lo que está bien o está mal y ofende a quien no se maneja en los mismos términos. Así, esos días en los que seguimos a Iris vamos observando su reacción a unos estímulos apenas perceptibles, que con su mirada pasiva se tornan naturales.
Ayuda también que en Las mil y una lo único que funcione como voz de la experiencia sea el sistema matriarcal: solo madres o mujeres son las elegidas para afrontar, sin demasiada incidencia, los problemas de los más jóvenes, siempre respetando esa idea de no corregir la conducta, simplemente opinar —y si alguien cree conocer a una madre que no se considere “opinadora objetiva”, está tremendamente equivocado—, de modo que genere la duda entre los protagonistas, que permita ver la interacción, pero que no cale en ellos sus idearios. Navas rompe con la figura masculina heteropatriarcal, es algo que en esta historia apenas existe de oídas —al menos nosotros solo sabemos que los escuchan, porque jamás los vemos—, allanando el camino para que su mensaje irradie con más fuerza.
La directora va calibrando el lenguaje con el que se comunica. Iris, que todavía está descubriendo sus gustos, escribe cartas para darse a conocer a esa chica a la que tantea, y Ale redacta manifiestos sobre ese punto ruptural de la sociedad que se muestra zafio ante otras formas de comprender el amor, pero también hay espacio para las nuevas tecnologías con ese momento de ciberacoso que implica a algunos de los chicos del lugar. Solo son pequeñas muestras de la quiebra cultural que con atrevimiento Clarisa Navas ha incrustado literalmente en el culo del mundo —o la periferia de una población cualquiera argentina—, para que entre el asfalto resquebrajado y las viviendas sociales que se alzan como torres gemelas, florezcan nuevas voces dispuestas a defender la vida que desean vivir a su manera, sin llegar a ser ajenas a la violencia, las drogas y otras malas artes que les rodean.
Hacia el final se nos muestra una escena en la que tanto Iris como los dos chicos corren sin rumbo por el barrio entre unos caballos que han escapado. Son esos últimos compases de libertad, esos minutos en los que ellos mismos, mimetizados como caballos desbocados, se encuentran cara a cara con los problemas que los adultos arrastran. Una bienvenida poética dentro de un barrio sucio y olvidado, que busca confirmar la belleza concisa y realista que acompaña cada minuto de Las mil y una. No hay un mensaje inquisitorio y repetitivo, por contra nos encontramos con una película que, conociendo los límites a los que se enfrentan aquellos que apuestan por sus propios deseos e ideales, y con un marcado deje ‹queer›, sabe naturalizar esa continua búsqueda del individuo, sin importar siquiera su condición social. Quién no ha metido la cabeza dentro de la camiseta como hace inconscientemente Iris ante los curiosos ojos de Renata.