El D’A llegaba a una nueva edición, tan extraña como especial, en un marco de lo más inusual, y es que la singular tesitura que nos ha tocado vivir obligaba a sus organizadores a tomar decisiones, entre ellas la de desplazarlo a una plataforma como Filmin, así como acortar drásticamente la selección habitual de títulos. Dos medidas que han permitido que el D’A vea la luz un año más y que lo hayamos podido disfrutar de un modo muy distinto —por más que la experiencia en una sala de cine sea siempre inigualable, y que esos encuentros con compañeros y amigos, siempre perfectos para impulsar el debate post-visionado, sean de difícil reemplazo—.
Pero ante todo, más allá del nivel que ha conllevado consigo una edición —como apuntaba, “capada”— cuya calidad intrínseca no resulta difícil de evaluar —sí, quizá, empleando otros términos, compleja—, lo mejor del D’A ha sido alimentar debates de lo más interesantes: desde la idoneidad de desarrollar un evento de estas características en un marco tan acotado como resulta una plataforma digital —que, por encima de las soluciones que provea en ese ámbito, siempre priva de un debate/diálogo más directo y, por ende, enriquecedor— a una reducción de títulos que, en ocasiones, se ocupan más de saturar secciones y lugares aunque su aportación no resulte estrictamente necesaria, cuando no atienden a una agenda y compromisos que parecen, al fin y al cabo, necesarios en un acontecimiento de estas características, pero tampoco contribuyen a potenciar el espacio dedicado a la programación. Estas son, no obstante, cuestiones que surgen del contacto que nos ha permitido establecer el D’A, pero que se extienden, desafortunadamente, a muchos otros eventos de la misma clase, cuando no pendientes de la búsqueda de cierta notoriedad, simple y llanamente ligados a transitorios vínculos comerciales —véase el disparatado anuncio de cierto festival el próximo mes de junio—.
Pero la reflexión no solo se establece en lo conveniente de rellenar cuantos más huecos de programación mejor, también nos lleva a otros espacios como son interesantísimas secciones paralelas, en muchas ocasiones con gran mayoría de títulos relegados a un margen, o directamente ninguneados por la presunta importancia de otras de mayor trascendencia. Basta con observar la reacción en torno a una sección como Un impulso colectivo, de la que cada edición surge alguna sorpresa, pero que este año ha dejado mucho más espacio a cintas que, en otro caso, quizá habrían pasado de puntillas; ahí están, además de la premiada My Mexican Bretzel —con un premio del público que, por motivos obvios, suele recaer en producciones nacionales—, cintas como Video Blues de Emma Tusell, La reina de los lagartos de Burnin’ Percebes, e incluso cortometrajes como Ni oblit ni perdó, Los páramos o Leyenda dorada, que se encargan de demostrar que la perspectiva de un festival va mucho más allá de grandes nombres o películas con galardones variados, habitualmente congregadas en secciones de mayor relevancia.
No hay que abandonar, sin embargo, el debate acerca de la capacidad de un modelo del que el mismísimo Thierry Frémaux renegaba hace escasos días, afirmando que un festival de cine online no es un festival. Y es que puede que, como indicaba con anterioridad, se elimine en gran parte ese ‹feedback› que hace de un certamen un espacio enriquecedor, e incluso se otorgue la posibilidad, indirectamente, de conductas que poco tienen que ver con ver, admirar (u odiar) y deliberar sobre un film —aunque, por desgracia, en un festival a pie de calle también haya quien comúnmente abandone la sala—, pero es precisamente en la aptitud por poner todos los títulos en un mismo registro —por más que sigan teniendo un orden establecido mediante secciones— aquello que dota de una visión muy interesante y, hasta en cierto modo interesante a esta propuesta de festival online que nos ha tocado vivir. Porque no habrán sido pocas las veces que se ha cuestionado por qué un film —incluso, y especialmente, en grandes certámenes— estaba en Sección oficial, y otras tantas joyas por descubrir quedaban disgregadas en paralelas, en muchas ocasiones sin la posibilidad siquiera de ser descubiertas —los solapamientos, ese otro gran inconveniente del festival de cine—, y gracias a esta particular edición podríamos empezar a replantearnos ciertos modelos ya caducos. No se trata tanto de si el festival es online o no, se trata más bien de intentar sacar conclusiones positivas de ello, y si con ese gesto se logran distribuir, reasignar y dotar de un sentido mucho más específico a cada uno de los títulos de la programación sin necesidad de colapsar espacios como mero gesto de supervivencia, todos saldremos ganando. Quizá algo que, en cierto modo, suene utópico, pero que este D’A ha otorgado la facultad de debatir, fuera esa o no su intención. Más allá de ello, nos quedaremos con una gran edición propiciada por las circunstancias, pero en la que seguir descubriendo que el mejor cine de autor se expande a rincones como Lesoto con films como la excepcional This is Not a Burial, It’s a Resurrection —otra que, por cierto, pocas miradas acaparó a su paso por la Biennale, relegada a otra de tantas paralelas—, y continúa encontrando amplitud en cinematografías —la ucraniana Atlantis, la argelina Abou Leila…— que todavía tienen mucho que decir, y será un placer ir explorando gracias a propuestas tan esenciales como la que nos ocupa.
Larga vida a la nueva carne.