La construcción de un género cinematográfico puede darse bajo ciertos elementos que no tienen por qué estar estrechamente vinculados al género en cuestión. Por ejemplo, en la reciente Atlantis de Valentyn Vasyanovych, el cineasta ucraniano construía un futuro posible que, por momentos, devenía en distopía creada en torno a su ambientación y a un particular tono desde el que fluir.
Ion De Sosa (Sueñan los androides) y Chema García Ibarra (Uranes) buscan crear un efecto similar en su nuevo cortometraje, Leyenda dorada, aunque lo hacen partiendo de componentes si cabe más dispares. Así, el retrato de lo que se podría asumir como el último día veraniego en una piscina municipal cualquiera, va mutando a través de la óptica de los cineastas para que aquello que devendría en un ejercicio memorístico, incluso de nostalgia si se quiere, termine transformándose en una visión absolutamente personal de lo que podríamos definir como el imaginario colectivo, un lugar en el recuerdo desde el que acceder a escenas comunes pero al mismo tiempo filtradas por una mirada insólita.
La percepción de un paisaje costumbrista, donde ponerse al día mediante diálogos cotidianos, atender a algún que otro chascarrillo, ver cómo los más mayores acuden al folclore para ambientar el momento o salvar a posibles despistados de un posible ahogamiento, deriva en un terreno que nos transporta de lo bucólico a lo divino (o etéreo) prácticamente sin alterar el carácter intrínseco de la propia imagen, dotando así de un valor añadido a la reconfiguración de ciertas estampas.
Es así como lo cotidiano llega a un territorio donde la despersonalización deviene, de la manera más extraña, en un personalísimo ejercicio que desliza la naturaleza de la imagen más allá del propio género cinematográfico al que aludía al principio de este texto, hecho que constatan las propias palabras de los cineastas al inicio de la presentación de Leyenda dorada, definiendo su trabajo, no sin cierta ironía, como un cortometraje de ciencia ficción. Leyenda dorada se aleja por así decirlo de esos veranos tan nuestros pero, mejor todavía, los hace confluir de un modo desde el cual el lenguaje accede a distintos motivos sin por ello tener la necesidad de rechazar lo que representan ‹per se› esas estampas tan castizas, tan, en parte, llenas de aquello a lo que pertenecemos, pero por otro lado desposeídas de una esencia que deja entrever, entre lo cómico y lo inusual en tal contexto, que no es sino de una excepcional cotidianidad para nosotros. Un lugar, en definitiva, donde catapultar la imagen por más que no deje de ser la representación de aquello conocido desde un terreno incierto.
Larga vida a la nueva carne.