Yoko es una extraña. No tanto por su presencia en un país extranjero, lejano a esa Bahía de Tokio que rememora de vez en cuando, sino por su relación con un entorno ante el que, vez tras otra, se refrenda una sensación de extenuación; pero una extenuación que no se produce por quienes le rodean, ni siquiera por un marco tan particular como puede ser el país eurasiático que visita en su labor como reportera, más bien lo hace debido a un desaliento vital que Kurosawa refleja atinadamente mucho antes de que la propia Yoko lo confiese frente a uno de sus compañeros. Así, la sensación de pérdida, incluso de contrariedad —o cómo ante el movimiento se detiene, y ante la espera se pone en marcha—, se traslada no tanto a un contexto específico como a un estado mental y anímico que atenazan a la protagonista y le impiden, de algún modo, progresar, por más que en el terreno profesional todo parezca avanzar alrededor de una inusitada (por aquello de recorrer con extrañeza Uzbekistán) normalidad.
En ese sentido, Atsuko Maeda —que ya conoce qué es perderse de la mano de Kiyoshi Kurosawa en un país ajeno, algo que le sucedía en Seventh Code, donde recorría Rusia desde el punto de vista del nipón— actúa como espejo de la realidad de Yoko, encontrándose en la serenidad de un rostro capaz de revelar su estado de forma cuasi imperceptible, transmitiendo a través de la mirada un reflejo que se comprende a la perfección; porque ante un personaje como Yoko no es tan necesario atender a acciones e incluso diálogos —por más que, en determinado momento, la protagonista termine exteriorizando su situación— como seguir sus movimientos de una forma cuasi invisible, algo que el nipón ejecuta lejos de las interioridades del relato, logrando que hasta cuando la reportera comparte escena con otros personajes, aquello ostensible sea un vaivén sin aparente significado, pero con una razón de ser sustancial.
Es así como Kurosawa traslada esa desorientación que parece acuciar a Yoko, y no precisamente por su estancia en territorio extranjero. La soledad, el desconcierto vital y en cierto modo la indecisión, dibujan la silueta de un personaje que en su intento por encontrar sendas alternativas, una supuesta libertad que las directrices de su productor parecen negar, emprende en un momento concreto la más absurda de las huidas, para terminar empapada y cuestionada por un acto de torpeza, incluso de inocencia si uno quiere. Pero un acto que definitivamente describe tanto las carencias como las necesidades de la protagonista ante una realidad que desplaza cualquier otro objetivo, pero termina haciéndole comprender la importancia de un vínculo, aquello que puede deslizar una serie de emociones en apenas segundos.
To The Ends of The Earth compone de este modo un retrato que, por momentos, va más allá de la propia Yoko. Y es que la transparencia con la que tiñe el autor de Cure el relato, le otorga una permeabilidad que permite al conjunto fluir lejos de cualquier secuencia reseñable; algo que, por otro lado, el cineasta evita en su mayor parte, estandarizando en apariencia una narración que destaca en especial por su sutileza al representar esa circunstancia que se revela, más de una vez, como obstáculo. Pero más allá de otorgar esa diafanidad al film, Kurosawa establece un vínculo desde el que reforzar el anhelo, transportándolo directamente al terreno de la quimera, reformulando en ocasiones un ejercicio que, si bien se parapeta en torno a lo tangible, consigue mediante esas decisiones —y ese plano en última instancia— aportar una luminosidad que no solo modula tanto su mirada como la de la misma protagonista, la lleva a un lugar donde la ensoñación, el deseo, podría tener cabida por lejano que parezca este, en lo físico o en lo mental.
Larga vida a la nueva carne.