No resulta difícil encontrar un patrón desde el que cada cinematografía desarrolle ciertas concesiones tanto a nivel formal como narrativo obedeciendo a un orden geográfico concreto; un dispositivo que, como resulta obvio, siempre establece excepciones, pero que se constituye en torno a, lejos de un carácter concreto, una necesidad específica de tratar las realidades que abarcan cada zona en concreto.
Más allá de su título, no resulta difícil dirimir que Oleg es otro de tantos representantes de ese cine del este europeo desde el cual tratar un aspecto social que se dilucida especialmente en la inmigración ilegal hacia otros países de la Unión Europea que ofrecen no solo mayores (a priori) posibilidades, sino también el hecho de adquirir un nivel de vida más alto. Una promesa que, desafortunadamente, se desabarata nada más aterrizar en esa nueva tierra, quedando todo en una ilusión que termina por devenir realidades mucho más terribles debido a la contingencia de estar en un país ajeno sin apoyo de ninguna clase y, en ocasiones, ni siquiera una documentación en regla que pueda servir para evitar problemas burocráticos.
El segundo largometraje de Juris Kursietis tras Modris nos traslada a tal circunstancia desde el trayecto emprendido por el joven Oleg, un letón que trabaja como carnicero en Bruselas, y que verá como su particular recorrido se trunca después de que un compañero le acuse de manera infundada y le despidan del único trabajo que le puede sostener en ese país.
A través de tal periplo, el cineasta construye un retrato de mirada en cierto modo desencantada —algo que queda patente en uno de los viajes de Oleg a la capital, donde ese nivel de vida del que hablaba contrasta a la perfección con los apartamentos en que se ve obligado a vivir el protagonista tanto en la propia Bruselas como en su llegada a la ciudad de Gante—, pero que se centra en otros aspectos de su construcción —como ese conato de huida imposible por parte del protagonista—, derivando en una suerte de drama criminal desde el cual Oleg explora nuevas metas. Ese nuevo marco es desarrollado por Kursietis con la perseverancia necesaria como para que su consecución no devenga en la necesidad de tensar la acción, más bien al contrario: el cineasta emplea tanto los escenarios que integran ese singular mundo, como la descripción de quien parece ser la voz de mando en él, Andrzej, un trastornado e imprevisible individuo que actúa sin ningún tipo de mesura, y especialmente su comportamiento, siendo quizá ese el principal motivo del trayecto que irá tomando desde ese momento Oleg.
Es en la patente bipolaridad que muestra tal personaje, donde Kursietis apuntala la dificultad de escapar de tal situación —un hecho reforzado por su formato, que acrecenta si cabe esa asfixia que apremia al personaje ya desde el mero uso del encuadre—, tomando una doble vertiente de lo más interesante: por un lado, el rol de Andrzej como ente controlador en una tesitura ya de por sí compleja y desoladora, y por el otro la imagen de un universo cruento y capaz de devorar a cualquiera sin ni siquiera contar con la colaboración de sujetos como Andrzej.
Oleg lo apuntala todo desde una realización que nos acerca al rostro de sus personajes, persiguiéndolos incesantemente, pero no renuncia en parte a esa estética cimentada en torno a una fotografía de tonos apagados y la ausencia casi total de mecanismos que busquen trazar un componente emocional que más bien surge de la relación que entabla el protagonista con su entorno, componiendo de ese modo un film que, si bien no funciona a todos los niveles deseados —esa parábola integrada desde el inicio termina sintiéndose un tanto deslavazada a lo largo de la narración—, conoce perfectamente el terreno que pisa, y lo hace con firmeza, eludiendo adulterar una realidad ya de por sí feroz, y quizá por ello negándole una naturaleza que su libreto nunca comprende desde la misma dimensión.
Larga vida a la nueva carne.