Tras un nombre artístico con el que ocultar su identidad, para no “quemar” —como apunta ávidamente la “mami”— el suyo propio, frente a un espejo realizando el rito previo a los bailes y las copas en el salón, y compartiendo algo más que vivencias, también una existencia que nos lleva de los motivos —en ocasiones personales— que las han conducido allí, se nos presentan las protagonistas de La mami, trasladándonos a un día a día marcado por idas y venidas, y especialmente por las distendidas charlas (cuando no reprimendas) con una mujer que se antoja el epicentro de todas ellas, o así parece indicarlo en ocasiones la cámara de Laura Herrero Garvín. Porque más allá de un rol protagónico que se obvia en el mismo título del film —y que, en cierto modo, comparte con una de las recién llegadas, Carmen, también conocida como Priscilla—, la “mami” se erige como hilo conductor en esos aseos que sirven a modo de vestuario para las chicas del cabaret Barba Azul: de compartir experiencias —como ese momento en que confiesa haber comenzado allí por sus pequeñas, del mismo modo que Priscilla lo está por su hijo—, a encontrar un equilibrio desde el que poder ejercer cierto control; pero sin entender el control como una suerte de régimen u orden, y es que la figura de esa mujer atenta a todo destila una ternura que en ningún momento deriva en paternalismo; está ahí para supervisar, pero también para atender, despertando incluso en ocasiones un sentimiento de sororidad que, además, refleja a la perfección la mirada de su autora: una mirada femenina y concisa, con las ideas verdaderamente claras no solo en el particular ideario que pueda sostener, también en un trabajo cinematográfico más específico de lo que a priori pudiera parecer, desarrollando en él una tan interesante como personal percepción del lugar.
En ese sentido, la no-delimitación que establece Laura Herrero Garvín en tal contexto, otorga una dimensión distinta a ese cabaret o, mejor dicho, a esos aseos, donde se desarrolla la mayor parte de la acción. Pues en él la narración se torna un elemento voluble, invisibilizándose e incluso llegando a vaciarse de contenido (que no de significado): a medida que avanzamos en el film, cada vez es más complicado establecer una linealidad o saber exactamente hacia donde nos movemos. Desde ese ya citado rito —que se fragua en la preparación de las chicas antes de salir al salón—, a la llegada de nuevas compañeras con las que entablar conversa, pasando por esos momentos de incertidumbre donde no se sabe si algún cliente atenderá las llamadas y llegando a la inevitable vuelta a casa. Instantes que son prácticamente ineludibles, pero que se entremezclan creando un efecto de no-temporalidad, como si al llegar a ese pequeño bastión —del que la cámara de la española apenas sale— se generase una sensación de conjunto inexorable, de unión, que es al fin y al cabo el mejor modo de hallar una armonía, de que todo pase más rápido y encontrar una cadencia que no sostienen las imágenes, sino la visión de la autora de El remolino. La mami se irgue así como evocación de un lugar que quizá parecería no existir en tal ambiente, pero que es transformado por la lente de Herrero Garvín y, cómo no, por la presencia de esa “mami” cuya mirada, acompañada por una importante dosis de derroche, como si todas y cada una de las chicas que pasan por allí se encontrasen ante un espejo repleto de madurez y experiencia, transmite algo más que un simple rol, que por más que el título del film se empeñe en certificar, la cineasta desnuda en una interesante pieza para el género.
Larga vida a la nueva carne.