¿Qué esperar de una película de Arnaud Desplechin? Probablemente un Paul Dedalus. Probablemente una historia personal, pasional. Probablemente aventuras, desamores y una cierta circunspección íntima al respecto de la propia existencia. Un catálogo filosófico existencial no exento de conexión con la cultura pop del momento narrado y de aires “nouvelle vaguescos” en sus formas narrativas. Pero no, no hay Paul Dedalus en Roubaix, une lumière, no hay grandes pasiones, ni existencialismo romántico, ni un marco temporal definible más allá de lo que la puesta en escena nos dictamina. Aparentemente.
Y es que el director francés cambia de tercio genérico con una aproximación al polar, al género policíaco por antonomasia. Alejándose voluntariamente de las dinámicas del thriller francés más contemporáneo en cuanto a suciedad, desencanto y violencia, Desplechin se dirige hacia un formato más clásico donde cobra importancia la descripción del entorno, las vicisitudes de investigadores, criminales y víctimas sin perder de vista el tapiz social que se dibuja a través de la exploración de dichos ambientes.
Con estos parámetros Desplechin nos mueve, convirtiendo su cámara en un patrullero más, por los diversos incidentes acaecidos en la noche de Navidad en Roubaix. Desmenuzando no solo el crimen y el marco decadente del contexto urbano sino marcando el perfil psicológico de cada uno de los integrantes de la policía y sus detenidos. Un trabajo descriptivo, especialmente centrado en el jefe de policía Daoud, que sienta las bases para poder poner el foco en una investigación concreta.
Efectivamente Roubaix, une lumière parecen dos películas, tanto en tono como en objetivos. Si el pulso narrativo en su primera parte se basa en fragmentación, en ofrecer un fresco cotidiano del crimen casi en formato reality o show televisivo policial, en su segunda parte las pulsaciones descienden hacia lo concreto, a la concentración en espacios reducidos, al primer plano reflexivo, a la mira psicológica y estresante de la investigación policial. No se trata, sin embargo, de un film inconexo sino más bien de un trabajo pensado a través de la planificación en forma de epílogo largo, como una academia de formación para entender los sucesos posteriores. Una forma compleja, por otro lado, de huir de la simplificación de lo que un trabajo supone, ofreciendo las diversas capas e interconexiones complejas que un policía debe desarrollar en su trabajo incluyendo, por supuesto, las implicaciones emocionales y personales.
Con estos mimbres, como decíamos al principio, parece que estamos ante una ‹rara avis› en la filmografía de Desplechin, pero en el fondo el director francés está volviendo a sus temas solo que de forma no tan evidente. Usando una máscara de género, Desplechin vuelve a tener a su Paul Dedalus impersonado en Daoud (cuyo nombre tiene cierta rima y resonancia), auténtico filtro del film a través del cual obtenemos un tono entre íntimo, romántico y de desesperanza tierna ante el mundo que le rodea. Su existencialismo se confronta con el idealismo del policía novato Coterelle, pero no en forma de conflicto sino de empatía. La Nouvelle Vague deja paso a una revisitación del polar Melvilliano despojándolo de su frialdad en beneficio de un cierto calor (que no candor) humanista.
Roubaix, une lumièrie, como el propio título indica, es una mirada a un lugar y a un tiempo oscuro descrito sin cortapisas pero al que Desplechin quiere poner un foco de esperanza. No tanto a través de recursos ingenuos de buenismo del cine social sino a través de los ojos de otro de sus (anti) héroes. Una mirada tan realista como para no perder la identidad idealista que le hizo escoger su labor. Un tratado sobre la artesanía del trabajo bien realizado tanto el policial como, de una manera metalingüística, el cinematográfico.