Me cuesta un poco explicar por qué Frontera me parece una película fallida, ya que cumple con los principales objetivos que (entiendo) se había marcado su director, esto es, hablar, utilizando el metafórico escenario de una prisión, de las distintas fronteras y límites, tanto físicos como imaginarios, que levantamos a partir de nuestros prejuicios e ideas preconcebidas, a menudo totalmente erróneas. Lo hace, además, con relativa claridad, pero, ¡ay!, sin contundencia. Personalmente, la película se me deshace como un azucarillo por un exceso de modestia. Se intuye que está pensada y repensada, que sabe qué quiere comunicar y qué elementos utilizar para hacerlo, pero es un tanto ingenua (o, quizás, simplemente conformista) a la hora de proyectar todas estas aspiraciones en una ficción final minúscula que, más que a la reflexión, invita a la indiferencia, entre otras cosas por la obviedad con la que articula su mensaje y por la falta de mordiente de las situaciones planteadas.
Ambientada en una prisión real y utilizando a reos formados interpretativamente en la compañía de teatro de la propia cárcel, Frontera parecería otro filme presto a ilustrar la vida en prisión y a reivindicar el arte como válvula de escape o ejercicio de autorrealización, al estilo de la reciente César debe morir, pero no, no va de eso. Aunque apueste por el naturalismo interpretativo y tonal, no tiene cariz documental (no busca “documentar” nada, no está en sus planes retratar objetivamente la realidad), sino alma de fábula alegórica sobre la condición humana, o sobre una parte de ella. La cita a Doce hombres sin piedad (pieza que los actores ensayan antes de que la trama principal empiece a tomar forma) ya da una idea de hacia dónde quiere dirigirse la película, aunque en última instancia no termine de sacarle provecho. Para ello fuerza un encierro (un doble encierro, en realidad) justificado por la existencia de un virus que requiere poner en cuarentena a los protagonistas, obligándoles a convivir en una situación extrema regida por el pánico y la incertidumbre.
Obviamente el virus es un ‹macguffin› que permite a Pérez explorar las relaciones establecidas entre un reducido y heterogéneo grupo social en un contexto excepcional. Los conflictos resultantes se plantearán en base a diferentes dualidades (dentro-fuera, sano-enfermo), cuyas fronteras se revelarán inciertas conforme los personajes empiecen a mostrar sus debilidades o miserias, también sus bondades y grandezas. El problema está en lo desconcertante de su tono. Frontera es una película de relaciones humanas, tal y como afirma su director, pero (tal vez por condicionantes de género o comerciales) juega a menudo a asumir otros derroteros o, mejor dicho, a sugerir la posibilidad de otros derroteros… para luego frustrar dichas posibilidades. A ratos parece que va a convertirse en un thriller violento o incluso en una película de terror, pero enseguida rectifica y se mantiene en una zona neutral en la que la generación de expectativas (que luego no se cumplen) juega en su contra.
He ahí mi principal reparo: promete y promete, pero nunca da lo prometido. Entre otras cosas, porque el desarrollo de los acontecimientos no tiene demasiada pegada. Los conflictos humanos, vistos en perspectiva, son demasiado banales como para que las reflexiones que se quieren derivar de ello logren ganar peso en nuestra cabeza. La cinta capta nuestro interés rápido y nos mantiene intrigados casi todo el tiempo, pero llegado el tramo final es inevitable preguntarse hacia dónde quiere ir realmente su director, habiéndonos dado prácticamente mascadas las ideas principales (lo contradictorio de nuestra naturaleza, lo engañoso de las apariencias…) en pequeños diálogos y encontronazos entre los personajes que apenas nos han dejado una sola magulladura. En otras palabras: tenía todo para perturbar (y sin necesidad de tirar de tremendismo: no estoy reclamando precisamente carnaza), pero no lo hace porque: a) los personajes no resultan muy interesantes; b) sus problemas no parecen, en última instancia, tan importantes; y c) las tensiones originadas entre todos ellos son, en fin, muy poco tensas.
Por todo ello, el regusto que deja la película al acabar es el de “¿y eso es todo?”. El material de partida era potente: un único escenario, dos bloques de personajes con posibilidades, una situación anómala y proclive a la desconfianza… También el reparto (salvo alguna excepción) responde con solvencia, tanto los actores profesiones como los presos reales curtidos en teatro. Y la intuitiva realización y el correcto ritmo que le imprime Pérez al relato resultan óptimos, pero la sensación de no haber sabido calibrar o gestionar las posibilidades dramáticas del texto (no convencen ni los momentos más puramente dramáticos ni los escasos apuntes de comedia) se hace muy evidente conforme la película llega a su desenlace. Un desenlace conscientemente abrupto y sencillo, casi anticlimático, que sería reconfortante si cerrara un encadenado de situaciones con verdadera carne dramática; pero cuando lo que hay es más bien melifluo, cuando las reflexionas están tan a la vista y cuando todo lo que sucede parece la premonición de algo mayor que vendrá, y que finalmente no llega, pues la decepción consiguiente (al menos para quien esto escribe) es casi inevitable. Una pena, porque se percibe el cariño puesto en el proyecto y el jugoso potencial que había encerrado en él.