Es difícil determinar si Cromosoma cinco supone la apropiación autoral de un “material” ajeno por parte de la directora María Ripoll, o bien un asombroso caso de simbiosis fílmica entre dos personalidades artísticas afines (Lisa Pram, la co-directora y coprotagonista del documental, se dedica a la fotografía). Sea como sea, Ripoll ha dado el paso a la no ficción manteniendo intactas sus señas de identidad más reconocibles: ahí está la melancolía de su tono, los continuos enfoques y desenfoques, la música alternativa como contrapunto a unas imágenes sedosas y estilizadas, la rítmica visual cadenciosa y sonámbula, los planos detalle, las luces crepusculares… Pero todo esto sería secundario si la poética de Ripoll contradijera la naturaleza del proyecto. No es el caso: el delicado lenguaje de la directora (cuyo lirismo y levedad muchos han querido asociar a la superflua gramática publicitaria) se revela idóneo instrumento para capturar la excepcionalidad de Andrea, la niña protagonista de este hermoso documental.
Al igual que hiciera Félix Fernández de Castro en María y yo, Cromosoma cinco narra la descripción de un drama personal (Andrea padece la enfermedad conocida como ‹cri du chat›, producto de la ausencia de un fragmento del quinto cromosoma que dificulta el desarrollo psicomotor y prácticamente imposibilita la facultad del habla) en un luminoso canto a la vida y la esperanza. Ojo, no hablamos de la dulcificación de una tragedia, sino de su asimilación y normalización dentro de lo razonable. Menos juguetona narrativamente hablando, pero con una similar capacidad para emocionar al espectador y forzar su inmediata empatía con sus personas/personajes, la cinta de Ripoll y Pram nos anima a mirar sin prejuicios la diferencia sin por ello dejar de mostrar lo duro que resulta a veces convivir con ella. Y es este bascular entre el optimismo y la desesperanza, o su sinceridad a la hora de abordar tanto las maravillas que trae consigo Andrea como las dificultades, angustias o tristezas, lo que hace de él una pieza valiosa.
Puede que, en momentos determinados, se filtren fragmentos de representación dentro del presunto realismo documental que constituye la película (algunos gestos —Lisa Pram reflexionando, sola, en un lugar apartado mientras la cámara la graba— cuesta entenderlos como espontáneos, y su existencia parece deberse más a una voluntad artificial de comunicación que a un natural fluir de las emociones), haciendo que la película se resienta un punto o pierda parte de su magia y atractivo. Pero inmediatamente vuelve a hacerse grande, inmensa, cuando los rostros de Andrea o su hermana Billie (robaescenas nata) iluminan la pantalla. Nace entonces una química humana que es transformada en puro magnetismo cinematográfico.
La grandeza de Cromosoma cinco está, pues, en su humanidad en bruto, que la mirada límpida de Ripoll y Pram refina y arroja a los ojos de un espectador cautivo del encanto de su pequeña protagonista. En eso y en el aprendizaje que supone ser testigos de una historia generosa en dolor y alegría, pero libre de monsergas o filosofía de libro de autoayuda. Tal vez no haya mucho más, pero eso en sí ya es bastante. Especialmente cuando, de propina, nos anima a reflexionar sobre el significado y el valor que trae consigo la diferencia, y sobre cómo y en qué medida esa diferencia nos completa y nos hace mejores, o al menos algo más sabios, algo más humanos.
Me ha encantado la película sobre Andrea y no me cansaba de verla.Es un canto a la vida,que a sus padres les ha cambiado por completo.Y un canto al amor de padres y al amor de hermana,que te llega muy profundo.
Se merecen que todo les vaya bien y que puedan seguir con esa vida muchos años.Les enriquece a ellos y a esas niñas maravillosas que son Andrea y Billie.
Un beso grande para todos.Tambien para Maria,la directora,que ha montado una película preciosa.