¿Hasta qué punto un nombre nos define? ¿Hasta qué punto condiciona o moldea nuestra personalidad? Me llamo Olmo plantea estas preguntas partiendo de otra mucho más básica: «¿por qué me llamo como me llamo?». Es decir, ¿de dónde nace la singularidad de este nombre en concreto, “Olmo”? La respuesta está en Bertolucci, concretamente en su clásico Novecento, cuyo principal protagonista se llamaba así. El documental de Figueredo supone una indagación amable en las razones que llevaron a sus padres a ponerle dicho nombre, al tiempo que conecta su historia con otro caso paralelo en el que el nombre de Olmo logró constituirse como tal no sin antes atravesar ciertas dificultades legales.
Lo interesante de este cortometraje documental es que, partiendo de algo muy sencillo y de un metraje muy escueto (apenas 20 minutos de duración), logra abrir otras variadas (incluso inesperadas) vías de reflexión. Por una parte, es un canto de amor al film Novecento y, por extensión, al cine en general. Salteado con fragmentos de la obra de Bertolucci, la película corrobora el importante papel que el cine puede tener en la construcción de nuestra personalidad ideológica (el cine como forjador de ideología). Por otra parte, pone de relieve la forma en que el tiempo aplaca nuestros sueños de rebelión y desgasta nuestra creencia en las utopías. El tiempo de Novecento (el tiempo del ayer) es irrecuperable, y los que fuimos en aquellos años no pueden ser los mismos que somos ahora. Esta conclusión, quizás de perogrullo, no deja de percibirse con algo de amargura.
En Me llamo Olmo prima, no obstante, la luz y la ligereza. Clásica en su forma (bustos parlantes acompañados de imágenes de Novecento), lo mejor que puede decirse de ella es que trasciende su modesto planteamiento y consigue que reflexionemos sobre algo tan aparentemente trivial como es un nombre. Claro que Olmo no es un nombre cualquiera, y los valores y principios morales que se derivan de él (más allá de lo atractivo de su sonoridad, la distinción de Olmo proviene de su asociación con aquel personaje que interpretó Gerard Depardieu) no han compensado del mismo modo a quienes lo sustentan, como ocurre con el primer Olmo, cuya infancia se volvió algo más árida debido a la singularidad del nombre (incomprensión, burlas).
Pero, sombras puntuales al margen, Figueredo convierte su documental en un cariñoso, sentido y espontáneo homenaje a sus padres, por tener la valentía de otorgarle un nombre tan raro como (por significado) hermoso, y a todos los demás Olmos que en el mundo son, sabiendo entender que un nombre no tiene por qué influir en nuestra personalidad, pero sí que a veces nos ayuda a vernos un poco mejor a nosotros mismo, sobre todo al conocer las razones de quienes decidieron bautizarnos así. Como colofón, un momento mágico, casi epifánico, en el que los dos Olmos protagonistas se encuentran con su particular “padre” o “demiurgo”, un Bernardo Bertolucci que también parece haber sucumbido a la domesticación que lleva implícito el discurrir de los años. O tal vez sea sólo desencanto…