Dice Isabel Coixet que sus películas son siempre películas de amor. Es cierto. Pero más allá de este núcleo temático, lo que las distingue, en mi opinión, es su voluntad de abstraerse de coordenadas geográficas y temporales definidas. Puede que esté equivocado, pero la idea de situar muchas de sus obras en el extranjero (más allá de circunstancias de proyección internacional o mera afinidad espacial o lingüística), parece responder a un deseo de despojamiento, a un afán de liberarse de nexos con nuestro presente (físico y temporal) para poder alcanzar, en consecuencia, resonancias universales. Es decir, la historia de la protagonista de Mi vida sin mí transcurría en Vancouver como podía haber transcurrido en cualquier otro lugar. Blindada en cierta medida contra las interferencias de la actualidad, el lenguaje de la directora (emocional, sentimental, publicitario según las malas lenguas) llegaba a todo tipo de espectadores. En ocasiones, como en La vida secreta de las palabras, la localización tenía espíritu de limbo: una estación petrolífera alejada del mundo y regida por un variopinto microcosmos humano, al que Coixet iba despegando capas y capas hasta lograr la desnudez metafórica de sus personajes, que estallaba en un clímax narrativo que tenía tanto de autodescubrimiento como de exorcismo.
En Ayer no termina nunca ocurre algo curioso: se vale de un escenario que también se diría limbo de diseño (un cementerio de línea vanguardista y aire desolado, vacío más allá del azote del viento y la corrosión de la humedad), pero lo utiliza para levantar una ficción poderosamente anclada a la realidad… pese a ambientarse en el futuro. Un futuro inmediato y plausible en el que España ha quedado hecho unos zorros, económicamente hablando. Ahora la situación social, política y económica que vive nuestro país no sólo aparece como telón de fondo, sino que incide notablemente en las propias circunstancias dramáticas de los personajes. Incluso el mismo hecho de ambientar la historia en el citado cementerio podría entenderse como un intento de retratar el naufragio de un país clínicamente muerto. No obstante, más allá de este cambio de intenciones, su universo permanece inalterable. Imagino que la cabra tira siempre al monte, de ahí que la narración fluya progresivamente hacia los adentros, hurgando en las interioridades de sus criaturas mientras dibuja un paisaje de introspección plagado de elementos reconocibles: culpa, rencor, deseo, piedad, tristeza, esperanza…
Las diferencias con respecto a títulos anteriores de la directora (que, a mi entender, no son tantas como se ha dicho), tienen que ver con la exposición de estos elementos reconocibles y con el manejo de los recursos escénicos que le son afines. Nada que reprochar, por ejemplo, a la parquedad musical, que realza la sensación de soledad y extrañamiento de unos personajes que se enfrentan al dolor de la forma en que mejor pueden o saben. Pero sí resulta un tanto frustrante que la intensidad emocional del texto (inspirado vagamente en una pieza teatral de Lot Vekemans) no termine de transmitirse al espectador, pese a ser tan visible en pantalla (o quizás por ello mismo). Y no es culpa de sus actores protagonistas, unos entregados e inspirados Candela Peña y Javier Cámara, pero sus diálogos suenan a menudo excesivamente literarios, además de necesitar mayor personalidad y sutileza verbal a la hora de pisar un territorio ya de por sí muy transitado como es el relativo a las relaciones de pareja. A Coixet le sucede esto y nos deja a menudo con la sensación de estar viendo y escuchando cosas que ya hemos visto y escuchado muchas veces antes, lo que tampoco impide que la película cuaje algún fogonazo de emoción y verdad marca de la casa.
Ante esta tesitura, tiendo a pensar que el problema no está tanto en los objetivos planteados (que no difieren demasiado de los asumidos en proyectos anteriores de la directora), sino en la incapacidad para llevarlos a cabo de forma satisfactoria. Queriendo hacer una descarnada y triste película romántica (que, dicho sea de paso, finaliza sin que quede demasiado claro si nos ha dejado un regusto a derrota o a esperanza, lo cual se agradece), le ha salido una cinta discursiva y un tanto insípida, punteada con reflexiones introspectivas visualizadas desde una metafórica caverna “platoniana” que, más que evidenciar la brecha existente entre lo que se dice y lo que se piense, fomenta una cierta sensación de desconcierto al tiempo que rebaja el impacto de las imágenes y las palabras redundando frecuentemente en lo que éstas acaban de comunicar.
Del mismo modo, se diría que el filme nace de forma urgente y rabiosa del malestar que siente su directora ante la realidad tan inquietante que estamos viviendo, y que esa urgencia y esa rabia han ofuscado en cierta medida su pulso narrativo e incluso su misma sensibilidad, haciéndola caer en algunas obviedades que su talento como escritora debería haber detectado (casi todas las citas y críticas relativas a la crisis, por ejemplo, están escupidas en el relato más que integradas con coherencia o sutileza dentro del mismo; alguna hasta se pronuncia mirando a cámara, buscando una identificación inmediata —y comprensible: nadie discute su postura— pero tal vez algo fácil). No es, afortunadamente, una película social, por mucho que cueste desvincularla de lo que ocurre hoy en las calles, sino una película sobre el dolor y la forma en que lo gestionamos. También sobre la imposibilidad de dejar atrás el pasado, aunque la postura de Coixet no sea apocalíptica al respecto, confrontando dos formas de sobrellevar el peso amargo de la memoria (el estatismo sufriente de Candela Peña vs. la voluntad de cambio de Javier Cámara) y posibilitando la reconstrucción de unos vínculos perdidos como medio de, cómo no, exorcizar nuestros demonios y sanar un poco por dentro.
Vista en perspectiva, cabe afirmar que sí, que pese a los ecos de la crisis que se filtran por cada grieta del relato, esta sigue siendo una película 1000% Coixet, centrada más en la naturaleza humana que en la naturaleza social. Lástima que haya perdido finura en la elaboración de diálogos, o que la cinta acuse demasiado su origen teatral (su espartana desnudez emocional puede inspirar cierta sensación de desidia o monotonía), porque el material tenía posibilidades y sin embargo no llega a buen puerto, aunque el esfuerzo descomunal de los actores logre mantener la película a flote, libre del naufragio total al que en algún momento parece directamente abocada.