Todas las películas de Andrés Duque versan sobre la importancia de no olvidar. En Landscapes in a Truck (2006), son las raíces, la tierra y la tradición; en La constelación Bartleby (2008) es la cultura escrita y en Color perro que huye (2010), la patria. Cada una de sus obras brilla por sí sola, pero comparte núcleo con las demás, pero en Carelia: Internacional con monumento —Carelia en lo sucesivo— este motivo no aparece hasta pasada más de la mitad del film. Cuando nos damos cuenta del engaño tan increíble que el film lleva a cabo.
Duque graba a una familia careliana que vive en una casa en medio del bosque. Allí, los padres y sus cinco hijos se deben a una conexión directa con la naturaleza y el entorno. Entre juegos, risas y lecturas de pasajes de El señor de los anillos, el velo de una felicidad inocente se teje de forma liviana, como un auténtico canto a la vida sencilla. Pero tras la luz del sol y las caras iluminadas de los niños que juegan en el jardín se esconde la oscuridad de una masacre, al igual que tras el silencio de Ensayo final para utopía (2012) se escondía la oscuridad de la realidad política de Mozambique. Al principio de la película, el padre de familia investiga en un libro la masacre perpetrada por Iván IV de Rusia —conocido como “el Terrible”— en la cual 700.000 personas fueron asesinadas en poco tiempo. La conclusión a la que él llega es una mezcla entre enfado e incomprensión: «¿Para qué matar a los suyos? ¿Para qué destruir los vasos sagrados en las Iglesias, quemar los iconos y libros litúrgicos si comparten la misma fe?»
Ese relato, que parece ajeno y que puede incluso pasarse por alto al no mencionarse más en todo el film, conecta directamente con la “segunda parte” de Carelia, en la que los fantasmas de los muertos se recuerdan mediante retratos clavados en los árboles del bosque. En Sandarmoj, uno de los lugares de ejecución y entierro de las víctimas de la Gran Purga que tuvo lugar en la URSS entre 1937 y 1938, cerca de 10.000 personas de 60 nacionalidades diferentes fueron asesinadas. Una calavera enterrada en el suelo da comienzo a la pesadilla que oculta Carelia, un sinuoso río de información escurridiza y testimonios desgarradores que denuncian a la Rusia de Putin por seguir tapando casos como el que acaeció en Carelia. ¿Una continuación del régimen stalinista? La cosa es bastante más complicada, pero Duque no se resiste a hacer una crítica contra la Rusia actual en la que «hoy en día —concluye el film— más del 46% de rusos ven a Stalin con buenos ojos», mientras unas figuras, ahora difuminadas, unos seres de luz que antes eran los niños de la familia careliana, corren ajenos al terror por los caminos del campo. Duque consigue que la película se repiense a sí misma, es decir, consigue que se “libere” de una lectura equivocada haciendo que cambie su modo de ver las mismas imágenes tras la revelación de un suceso oscuro. El humo se mete de nuevo en la chimenea y la película hace lo mismo con sus imágenes, las enfrasca en un tarro negro, donde la pena y la impotencia son tan grandes que, dentro del mismo, todo parece ir bien. Las sonrisas de esos niños, en contraposición a los sonidos bajos —recurso que utiliza, quizá de manera un poco obvia, en casi todas sus películas— y los restos de material textual cuya fuente es de un rojo sangre intenso, denotan una tensión constante en el film, obligándonos también a nosotros a repensar lo que vemos y oímos casi tanto como lo que se nos cuenta.
Carelia no es una película de fácil digestión ni tampoco un ejercicio de reivindicación experimental, sino una obra que plantea, desde una perspectiva luminosa, la ceguera a la que se puede someter cualquiera, ya sea en el cine o en la Historia. Una obra de terror y salvación.