Bait (Mark Jenkin)

Mark Jenkin realiza su debut con una historia de tensiones familiares, amor, dolor y duelo. Una historia, enmarcada en un tiempo presente, pero cuyo estilo formal le da un aire no tan solo anacrónico, sino más bien atemporal. Como si los temas tratados, la dureza de lo expuesto, no pudiera ceñirse a un marco concreto sino más bien a la universalidad del conflicto, a la amplitud de la pobreza.

Es evidente que la imagen, filmada con una 16mm y procesada manualmente, tiene como objetivo crear una atmósfera, sentar casi un estado de ánimo que va más allá de lo contado aunque íntimamente relacionado con ello. Así, lo áspero, la dureza y belleza de sus imágenes enmarcan de manera perfecta el halo romántico y al mismo tiempo dramático de la trama. Como sí a través del fotograma nos pudieran transportar a otra época, no solo en lo temporal sino incluso en la manera de hacer cine.

Es casi inevitable relacionar Bait con La pointe courte de Agnès Varda. Más allá de ser óperas primas ambas y de situarse en contextos similares, es significativa la ausencia de diferencias sociales y de ‹modus vivendi› que se establece a pesar de los más de 60 años de diferencia entre ambas. Sin embargo, donde Varda optaba por unos vericuetos que llevaban la obra hacia terrenos más románticos, Jenkin se dirige hacia la abolición de dicho sentimiento en favor de una visión dura del asunto.

En Bait conviven la sequedad de la desnudez cruda en el aspecto psicológico de los personajes con las capas de humedad, con unos matices de carácter que se van difuminando lentamente, hasta quedar solo el núcleo animal del conflicto, la bestialidad de la supervivencia, la confusión entre la razón esgrimida y la acción violenta para llevarla a cabo.

Sí, Bait es un experimento bello, no cabe duda, pero también un ejercicio de tensión ‹in crescendo› bajo el manto de una calma cotidiana solo aparente. Un desarrollo que se toma su tiempo en la descripción, en el detalle de la puesta en escena, pero que sabe trascender el mero placer del experimento formal para ponerlo al servicio del desarrollo de un drama sólido y que va más allá del maniqueísmo social a lo Loach.

Lo que Bait pone de relieve es que la pobreza, la lucha por las migajas, la dureza del trabajo cotidiano, no convierte a sus protagonistas en santos aplastados por el sistema, sino en meros peones de un juego en donde el bucolismo de una profesión artesanal puede convertirse en una pesadilla donde afloran los resentimientos, las mezquindades y la violencia (física o económica) que todos llevamos adentro.

Así pues, Jenkin firma una pieza cuyo blanco y negro tiene la virtud de no transmitirse a los comportamientos humanos, sino que establece una gama de grises donde todos pueden tener sus razones y al mismo tiempo ser víctimas de ellas hasta conducir a la tragedia de la irracionalidad. Belleza, solidaridad y unidad familiar pueden transformarse fácilmente en un descenso hacia la tragedia, hacia un ‹thanatos› destructor de sociedades y personas.

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