El infierno es un espacio relativo. En el imaginario colectivo suele ser un lugar profundo, oscuro, lleno de hombres. Una imagen que implica que las proyecciones mineras pueden llegar a ser nuestro infierno particular. Al menos lo es para Hlynur Pálmason, que nos lleva a una para crear un infierno blanco. Abajo, hombres y mujeres embadurnados por un polvo blanco. Arriba les espera el agua purificadora previa a su paso por bosques helados. El blanco, la nada, como vehículo de la moralidad de unos pocos.
Camuflado bajo ese exceso de blancura impía está Emil, hombre joven, ser nihilista, cuya mente transita poco más allá del cubículo donde vive y de la mina donde trabaja. Un hermano. Varias obsesiones. Una mujer. La nada en sus aspiraciones.
No hay estructura, solo hombres dominados por unos pequeños y abruptos deseos que confraternizar con el trabajo. La equidistancia entre compañeros, la fragilidad de los hechos más atroces, el silencio. Hay espacio para destilar algún brebaje con el que matar el tiempo, con el que matarse. También para negociar con esa hipotética muerte. Y sobre muerte, Emil va descubriendo cosas: hay vídeos que te enseñan a ser el mejor soldado de todos, hay personas que odian tu capacidad de ser mortífero.
Emil trabaja con ese hermano. En apariencia, su cuerpo le supera en todas sus limitaciones, al estar uno cincelado y el otro amasado. Emil el flaco, Emil el raro. Emil convive con ese hermano. En apariencia, la relación es fraternal, desinteresada, pero ¿y si la apariencia no es sincera? Hay protección y lucha, algo más que celos, falta de sinceridad al jugar entre adultos. Hay hambre de más, porque también está ella. Viva. Con bragas.
Winter Brothers es diurna y a la vez oscura. Traza paralelismos en la vida de Emil que nos llevan vez tras otra hasta sus ensoñaciones, como una mala borrachera, un golpe en la cabeza. Pero tiene un nervio latente que provoca viveza y malestar. Hay escenas apasionantes, visualmente hablando, que atrapan el tiempo para ofrecérnoslo en bandeja. La naturaleza siempre supera nuestras expectativas más mundanas, y Pálmason sabe aprovecharse de este hecho.
No hay excesos argumentales, solo detalles a los que hincar el diente para satisfacer nuestra curiosidad, pues todos tienen ese punto de maldad que ofrece el infierno blanco en el que trabajan. Despotismo totalmente ilustrado por los milimétricos detalles que capta la cámara, ahogados en ese gránulo en el que se reflejan, confinándonos en su fría imagen.
La piel se convierte en algo blando, inocuo, más sensacionalista de lo que debiera, y parece que la falta de sentimientos mutuos son algo más que una mota de polvo que sobrevuela el peligro. Los golpes nos parecen entre hueso y carne, no entre iguales, y nos afectan de un modo totalmente distinto al socialmente estipulado. Porque Winter Brothers es, además, una fuente de placer incómodo, que llena todos los recovecos artísticos con un tono de voz desagradable y lastimero. Es escasa la implicación de lo que ocurre, tal vez un mal invierno para unos cuantos currantes, pero simula ser un punto y aparte en la vida de algunos, de esos que escuchas pero de los que no te sientes capaz de asimilar, o tal vez no te interesa.
Winter Brothers externaliza ese miedo común a sentirse forzado a ser uno más, a la normalidad que, en un puñetero infierno blanco, uno es incapaz de alcanzar sin fingir hasta la muerte. Emil, visiblemente, ha pasado a otro estado en el que la normalidad no es una posibilidad. Hace frío y todo lo demás ya no importa. Magnífico.