En Vivarium hay una casa, que tiene una ventana, que muestra otro montón de ventanas pertenecientes a sus propias casas. Todas son la misma casa. Pero una, una de ellas es un hogar. Vale, es todo mentira.
Esa ventana, esa casa, esas personas que se esconden tras las cortinas, todo te lleva a pensar en ti, en el ahora, repitiendo el mismo patrón que en el resto de casas colindantes, todos mirando a través de la ventana a ver qué ocurre, y planeando cómo escapar de este lugar.
Lorcan Finnegan se encierra en sí mismo para hablarnos de ciencia-ficción distópica. Una pareja joven, alegre y mordaz que busca un primer hogar juntos, ¿acaso algo podría salir mal? Si dejamos de lado la especulación de terrenos, los vecinos extraños y el descubrimiento de la incompatibilidad durante la vida en pareja… nada, nada debería salir mal. Hasta que un guionista decide especular con cada una de las posibilidades que ofrece este planeta, en este caso Garret Shanley junto a su director de cabecera, Finnegan, amplían el rango del «¿y si…?».
Por lo que hay una pareja joven, realmente atractiva por su carisma que aterrizan en un barrio clónico. Ese lugar donde es imposible encajar, donde el cambio o la evolución parecen totalmente descartados. Ahí es donde llegan y de donde no van a saber salir. La película se escuda en el espacio y los objetos, en cada milimétrico detalle que consiga desangelar la imagen. Como si de un escenario de cartón-piedra se tratase, los cimientos de este impuesto hogar se alzan como si de una cárcel verdosa sin limitaciones se tratase.
El desgaste es su fuerte: no hay tiempo, no hay implicación, no hay nada más que la interacción de una pareja, que parece cumplir a la perfección las pautas de un encierro no-voluntario. El ingenio para el escape, el tiempo de afrontar las cosas tal y como vienen, el agotamiento emocional, la locura. Un zulo idílico cuya presencia en alguna plataforma tipo Idealista lograría miles de visitas ante la ignorancia de lo que vendrá después.
Pero es momento de hablar de la sci-fi de salón. Esa que no necesita efectos especiales, solo una abrumadora distopía psico-social, que sirva tanto de reclamo como de reflexión. Todo ese suculento atrezzo sirve de motor para que, tanto Imogen Poots —a quien amamos por encima de todas las cosas— como Jesse Eisenberg disfruten de su asqueada valentía frente a los retos que aparecen en la puerta de su casa en forma de caja de cartón. Hay saltos temporales que nos llevan a repetir patrones de comportamiento. Hay novedades que no parecen afectar a sus protagonistas. Hay desilusión, y odio, agonía, incluso ataques empáticos hacia quien no sabe cuál es el significado de la palabra. Hay mucho por parte de los actores, y otro tanto por la importancia que se le da a lo que pasará en cinco minutos, resultando Vivarium un campo de coles atrevido, ácido y estimulante dentro de la desesperación clónica.
La urbe nos devuelve estos días monotonía, pero es algo que el cine nos ha ofrecido en infinidad de ocasiones y que buscamos, por puro equilibrio estilístico, recuperar de vez en cuando. Vivarium es un bucle temporal, una pequeña carcajada sobre el papel del hombre en tan minúsculo y desconocido universo, una maraña artesanal sobre la utilidad por encima del sentimiento, una forma un tanto rebuscada de reflexionar sobre nuestra apariencia de rebaño que funciona como colectivo pero no necesariamente como individuos. Un divertimento franco e imaginativo, que no es del todo original, pero que se disfruta como si no lo hubiésemos visto nunca.
Y si todo esto no funciona, a mí me vale el envoltorio, la distancia milimétrica de cada uno de los objetos, la moqueta perfecta, el césped intacto, las nubes exactas… devuélveme al barrio de Eduardo Manostijeras que yo seré feliz.
Debería apuntar que cuando vi esta película gozaba de plena libertad, no había una ventana exactamente igual a la mía enfrente, no era una necesidad observar a extraños mientras pasaba el tiempo, el aire puro y gélido me esperaba al salir de una sala llena de amantes del terror dispuestos a celebrar cada escena. Pero en esta nueva situación, encerrada como una más, me da por lamentar aquella mañana del Festival de Sitges en la que me quedé encerrada en una casa extraña, aterrorizada por oír pasos y personas cuando nadie debía estar allí, en vez de ver la atmosférica ópera prima de Lorcan Finnegan Without Name. Quería dormir, esa fue la excusa que me metió en un bucle de manía persecutoria. Los de Vivarium solo querían su propia casa sin visitantes indeseados. Cuidado con lo que deseas.