Una atracción con columpios que giran, una pista de patinaje y una noria antes de adentrarse en el deambular de Gastón Solnicki, director de Introduzione all’oscuro, quién hace patentes los lugares en los que Hans Hurch —director de la Viennale que falleció en 2017— dejó su, ahora visible, huella.
Viena como epicentro de un film que se compone de una serie de escenas que evocan la persona de Hurch al mismo tiempo que recrean un diario real mediante la (re)presentación de texto, sonido e imagen en cada uno de los estáticos y calculados planos que el director argentino construye sobre un lienzo realista-poético. Al igual que en Kékszakállú (2016), su anterior película, la composición entre austera y compleja de los planos genera un extraño equilibrio que no solo responde a la simetría y el punto de fuga, sino que juega con la ruptura del espacio mediante el continuo enfrentamiento al ‹horror vacui› y a la simplicidad de los lugares. Solnicki consigue que la barra de un bar, con sus cristales y estanterías, parezca una vitrina que contiene una serie de capas de realidad tangible, reflejos de las mismas y filtros de los objetos que la traspasan. Consigue que un maniquí de cera cobre la vida que le insuflaría un hada madrina aún yaciendo en una urna de cristal que se asemeja a un ataúd. El devenir de las imágenes que compone para Introduzione all’oscuro responde a una musicalidad oculta que se da en las mejores piezas de Anton Webern¹ o en los cuadros de Richard Gerstl —artistas que Hurch admiraba y que, Solnicki, introduce de manera intuitiva y casi magistral en la película—, convirtiendo su film en algo más que un réquiem o un ensayo. Acercándose al terreno de la obra de arte personal y de difícil aproximación —no por ello incomprensible o sin sentido, más bien, todo lo contrario—. Para encontrar las claves que una película como esta requiere para su apreciación sería preciso abordarla como un compendio de pasajes en cuya inmanencia reside su potencia. Introduzzione all’oscuro se asemejaría a películas como El silencio antes de Bach (Pere Portabella, 2007) o incluso Onirica: Field of Dogs (Lech Majewski, 2014) en lugar de a los ensayos fílmicos de Orson Welles o Jonas Mekas, acomodando cada plano a un estilo palpable y concreto y consiguiendo una rara estabilidad entre los distintos materiales de que se compone —fotografías, cartas, textos e imágenes registradas—.
En la totalidad de la obra reside su verdadera fuerza, pero también cada fragmento, cada parte, responde a un reclamo que, por sí solo, genera un sentido. El film de Solnicki contiene un amplio abanico de referencias tanto al mundo del cine, como al del arte en general; que van desde la arquitectura vienesa hasta los films predilectos de Hurch —Othon (Jean-Marie Straub & Danièle Huillet, 1970) y Un ladrón en la alcoba (Ernst Lubitsch (1932)—, pasando por la memoria austriaca —la huella del nazismo que se cuela entre la correspondencia— y sus lugares más cotidianos —el café Engländer, la famosa noria…—. Entre lámparas que alumbran una oscuridad casi mágica se puede vislumbrar que, esta “introducción a lo oscuro” que comienza con la muerte de “el amigo más excéntrico” del director y termina con Le Rappel des Oiseaux de Alain Lefévre², es algo mucho más profundo de lo que puede parecer tras el primer visionado. La oscuridad es la muerte, pero también la música.
[1] «Webern hace en dos minutos lo que Tchaikovsky no puede hacer en dos horas.»
[2] Esta pieza es un homenaje a la homónima de Jean-Philippe Rameau —compositor francés más conocido como clavecinista— y puede ser una de las claves de mayor importancia para apreciar aún más la película. Creo que lo que hizo Lefèvre con Rameau es lo que Solnicki consigue hacer con la memoria de su amigo, Hans Hurch. Un homenaje además de una obra totalmente nueva y personal.