Tras el éxito cosechado en las trincheras del cine independiente underground, un éxito más de culto que (también) de público, de una obra que supuso toda una revolución en el cine estadounidense como fue La noche de los muertos vivientes, el maestro George A. Romero no supo atinar con los gustos del espectador medio en sus dos siguientes proyectos. Una comedia absolutamente maldita como There’s Always Vanilla y una cinta de terror de autor y muy incomprendida como fue La estación de la bruja.
Así, bajo esta coyuntura apareció una cinta que con el paso de los años logró cultivar cierto culto por parte de los adoradores del cine de Romero. Y es que The Crazies (A.K.A. Los Crazies en España y La noche de los locos en Latinoamérica) se eleva como un producto absolutamente disfrutable desde un doble enfoque.
Por un lado, por su adscripción a ese cine de acción apocalíptico no exento de ciertas gotas gore y, por tanto, embalsamado de una inquietante atmósfera de terror que tan buenos resultados consiguió suscribir a lo largo de las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado. Y por el otro, por ser una película cien por cien Romero en su derivada crítica con la sociedad estadounidense que le tocó vivir, en esta ocasión en plena era Nixon con los estertores de la Guerra de Vietnam bien presentes.
Finalmente, aunque no es el objetivo de esta reseña meter más leña al fuego que nos ha tocado vivir en los momentos en los que me encuentro escribiendo este texto, es decir, el maldito coronavirus que tanto daño está haciendo en las familias españolas y de todo el mundo hasta que consigamos liquidarlo de una vez, The Crazies se observa hoy en día como una película visionaria creada por la mente privilegiada de uno de esos ‹outsiders› que siempre sabían mirar más allá del simple entretenimiento, planteando a través de las imágenes del cine, bajo la mascarada de un mero espacio de diversión, proféticos vaticinios acerca de las cloacas existentes en los ámbitos de poder político y social, pero igualmente la evocación de esos maleficios inherentes a la condición humana que por desgracia se reproducen como un disco rayado a lo largo de los tiempos como una maldición de la que es imposible escapar. De hecho, este pequeño culto temporal se plasmó en 2010 con la puesta de largo de su remake dirigido por Breck Eisner con el apoyo en el capital del propio Romero.
La película arranca con una escena impactante muy en la línea de la secuencia inicial de La noche de los muertos vivientes, dos niños despiertos en mitad de la noche por los gritos emanados de la habitación donde se encuentran sus progenitores. Unos gritos lanzados por el padre de los chavales mientras destroza el mobiliario del salón sin motivo aparente, hecho que quedará como una simple anécdota al descubrir los niños el cuerpo de su madre degollada en la cama. Algo ha debido pudrir la mente del padre. Un hecho que le ha transformado en una bestia desatada y con hambre de quemar y destrozar a todo bicho que se le cruce por delante.
Tras este impacto inicial, Romero irá poco a poco presentando a los diferentes actores que serán cruciales para el desarrollo de su planteamiento. Primero, indicándonos que nos hallamos en una pequeña población de la Pensilvania profunda llamada Evans, uno de esos lugares donde el aislamiento urbano y social es algo obvio y no desconocido para sus habitantes. Segundo, centrando la cámara en estos primeros compases en un pequeño grupo de sanitarios y miembros de protección civil que serán los, en principio, héroes de la película, con la pareja de novios formada por David (Will MacMillan) y Judy (Lane Carroll) como los aparentes ejes con los que el espectador puede empatizar. Y, finalmente, exhibiendo la llegada del ejército y sus funcionarios a la población con el fin de contener el accidente que ha tenido lugar en Evans: la caída de un avión militar en una zona limítrofe que transportaba un potente y contagioso virus (llamado Trixie, diminutivo cariñoso de Beatriz en los países anglosajones, nombre que en latín tiene el significado de bendito, perverso y macabro guiño de Romero) que ha sido contraído por varios lugareños que tras su contagio han perdido la razón convirtiéndose en auténticos psicópatas con ansias de destruir y matar a todo lo que camina a su alrededor. En este sentido, la misión de los mandos del ejército, siempre coordinada por los políticos que ordenan lejos del terreno de juego en sus confortables despachos, será confinar a la población en el pueblo para evitar que el virus se propague por todo el país, mandando por tanto a toda la población no infectada a la reclusión en una nave, y matando a los infectados que se encuentren en su camino.
Bajo esta premisa muy en la línea de la serie B apocalíptica de esos años, Romero creó una película distinta. Más apoyada en el género de acción que en el del terror, pues The Crazies es fundamentalmente una película de acción de libro. Una película áspera, sucia y dotada de un feísmo marca de la casa Romero que le otorgan una superficie que puede parecer chapucera en cuanto a encuadres y planificación técnica. Esto es, una cinta que bebe de la simiente del cine independiente USA más underground y transgresor.
Pero ello no nos debe llevar a engaño. Ésta no es la típica película de género que busca el aplauso del público y deslumbrar con sus efectistas imágenes. No. Romero buscaba algo más. Trató de crear una especie de remake de La noche de los muertos vivientes aprovechando una trama de pandemias que tan de moda puso dos años antes La amenaza de Andrómeda. Zombies en la medida que los contagiados por el virus Trixie no dejan de comportarse como muertos vivientes, actuando de forma mecánica y sin lógica alguna matando como medio y objeto de supervivencia. Pandemias por ofrecer el protagonismo absoluto a lo invisible, a ese virus de nombre extravagante que convierte en dementes a quienes se infectan. Y diferente por la ausencia de claros héroes. Los protagonistas ostentan todos un enfoque malévolo, o al menos alejado de lo que podría estar considerado como un comportamiento heroico con el que identificarse.
Es aquí donde la película empieza a mejorar su nota. En la parte de conspiración y crítica al ejército y, por ende, a todos los estamentos gubernamentales encargados de frenar la epidemia. Romero mete el cuchillo en la yaga mostrando a un ejército anárquico y desordenado, incapaz de razonar por sí mismos, comportándose, igualmente que los infectados, como zombies que tan solo aspiran a aniquilar a todo bicho viviente. Disfrazados con un traje desinfectante blanco y una máscara de gas que les hace inmunes contra el virus biológico, pero no contra las balas, golpes y mordiscos de ancianas, niños y mayores que se encaran con el enemigo sin miedo a perder la vida. Romero retrata, a través de algunas secuencias de acción algo chuscas, los enfrentamientos de un incontable ejército ataviado contra la lucha bacteriológica y esos enfermos, dementes y cuerdos que no quieren ser confinados por miedo a ser contagiados, salpicando de sangre y balas la pantalla.
También expone a unos políticos a los que la vida humana les importa un pepino, ideando como solución final el lanzamiento de una bomba atómica que aniquile a toda la población (sana y contagiada) como método para evitar la propagación del virus, un claro alegato en contra de las decisiones tomadas por la administración yanqui en plena Guerra de Vietnam. Unos políticos que ordenan a los militares que el bioquímico que cree haber encontrado una vacuna contra el virus, no se acerque a su laboratorio, pues eso de que la solución se haya encontrado en el ámbito científico en lugar del político les restaría popularidad y votos.
Es decir, Romero dibujó el auténtico desastre. Una descoordinación de bochorno inmersa en una insufrible burocracia que impide a los militares tomar sus propias decisiones en favor de la supervivencia de la población. Unos políticos que prefieren sacrificar a unos cuantos ciudadanos condenándoles a una muerte por infección o por masacre de su propio ejército en lugar de tratar de buscar soluciones más humanas. Apostando más por insuflar el sustrato del film con diálogos que demuestran lo absurdo de ciertas situaciones que en prender la pantalla con fuego y vísceras, puesto que las secuencias de ataques de los locos en lucha con el ejército apenas ocupan un diez por ciento del metraje total de la película. Y unos héroes muy frágiles que parece ansiar más su propio culo que el de sus vecinos.
Todo ello llevará la misión hacia la catástrofe por su propio peso, sin que nadie consiga detectar el precipicio que se avecina y que se acrecienta con cada paso y decisión tomada. De una forma realista y consciente y sin apenas incluir elementos de distracción para el público (tan solo una secuencia de incesto bastante bruta e impactante y las mencionadas escasas luchas entre el ejército y los locos infectados que permiten incluir algún toque surrealista como la presencia de una mujer barriendo los pasos de los dementes o esa anciana que aniquila a un soldado con una tierna sonrisa).
Y esto es precisamente lo que creo que Romero nos pretendía transmitir. La ingente estupidez humana que forma parte de nuestra alma y sustancia. Un virus que nos transforma en locos (metáfora del pánico que supone la presencia de un mortífero virus en el aire, convirtiendo en locos incluso a gente no infectada y supuestamente cuerda). Unos políticos que prefieren mantener su popularidad y votos que la supervivencia de un pequeño porcentaje de sus posibles votantes. Una población que cuando huele el peligro huye hacia adelante con la esperanza de salvar su culo y que le den por culo a los demás (ese egoísmo de quien carga el carrito de la compra con 500 envases de flanes y 50 paquetes de papel higiénico lo demuestra). Unos militares convertidos en simples zombies que cumplen órdenes sin cuestionarse que lo que están haciendo puede que no sea lo más correcto. Y unos sanos que debido al confinamiento y el miedo acaban transformándose en seres más locos que los propios enfermos.
Las actuales pautas que venimos observando en el mundo a raíz de la propagación del coronavirus parece que dieron la razón a Romero. Un cineasta incomprendido que vio como The Crazies tampoco consiguió el favor del público, convirtiéndose en otro fracaso del neoyorquino. Un autor que siempre impregnaba a sus criaturas con una perspectiva moral y crítica en contra de las injusticias que observaba en su país, y por ello, en el mundo. Un visionario al que no quiero darle la razón. Y sé que no le daré la razón, y acabaré renegando de estas líneas que he escrito. Aunque amo a Romero quiero injuriarle. Deseo que sus predicciones acerca de la estupidez humana y del carácter miserable, egoísta, acaparador, paranoico y demente que él intuía que estábamos hechos sean solo las elucubraciones de un inconformista que no tiene fundamento.
Porque estoy seguro de que de esta realidad que estamos viviendo saldremos adelante. Gracias a que la gente finalmente no es tan mala y sabe estar a la altura cuando las circunstancias así lo exigen. Existe atisbo de esperanza en el comportamiento de aquellos que están sacrificando sus vidas para salvar y ayudar a los demás. Hay múltiples ejemplos de ello cada día. Y así es como se sale de estas situaciones que estresan nuestras en principio malacostumbradas costumbres. Pero también estas situaciones quitan caretas. Dejan aflorar las miserias e inmundicias de personas que se llenan la boca de solidaridad, camaradería y defensa de los derechos humanos. Estas crisis son necesarias para dejar ver la esencia de la que estamos hecho cada uno. Yo espero estar del lado de los que defienden la dignidad humana. Y también lo espero de la mayoría de la humanidad.
Por eso, George, creo que te acabaré odiando por creer que una amplia mayoría de los seres humanos somos viles y despreciables.
Todo modo de amor al cine.