Con más de 1700 hectáreas, la Casa de Campo de Madrid es el parque urbano más grande del mundo. Sin embargo, hasta la llegada de la II República en 1931 se trataba de un coto de caza privado propiedad de la Corona. El Estado lo cedió entonces al pueblo de la ciudad, quedando abierto a sus habitantes. Míriam Martín recupera en La espada me la ha regalado la memoria histórica del lugar, testigo de una larga guerra de trincheras de más de dos años y medio que arrasó con la mayor parte de su superficie y de la que parece nadie ahora es consciente cuando pasa tiempo en él, a pesar de permanecer numerosos recuerdos del frente de batalla (trincheras, búnkers y hasta proyectiles sin detonar de la época que son todavía encontrados en la zona). A partir de un calculado y preciso montaje, la directora contextualiza su obra de manera extraordinaria. Los espacios —con su típica vegetación, los animales y los visitantes— se establecen inicialmente para dar paso a un juego intertextual en la construcción de sus imágenes apoyada en la banda de sonido de la película, en la que integra diferentes efectos sonoros, música o voz que permiten evocar el momento del conflicto sobre distintos planos del estado actual del parque, resignificando lugares y actividades cotidianas de ocio y relax de quienes asisten al mismo.
Este efecto de evocación emerge ya desde la composición cuidadosamente escogida de cada imagen y movimientos de cámara, pero también por el producto acumulativo del metraje sobre el espectador. La disonancia con el audio intensifica un contraste que subraya la propuesta formal del film: una contraposición entre presente y pasado, entre paz y guerra, entre recuerdo y olvido. Por otra parte, la mediatización del sentido de cada toma a través de la edición y la descontextualización del audio proporciona también cierto carácter lúdico a la imagen, que permite transformar una vieja máquina de metal oxidado en un carro de combate o un juego al aire libre en un intercambio de disparos. La tranquilidad y quietud de la Casa de Campo se transforma así en un velo cada vez más fino que permite descubrir una realidad oculta a plena vista, un episodio que dejó paso a una nueva etapa del parque en la que se disfruta —como si nada hubiera sucedido en esos terrenos— de sus posibilidades de recreo sin reflexionar sobre los sangrientos hechos que allí tuvieron lugar, que sintetizan en esencia las consecuencias de la Guerra Civil, la dictadura franquista y la pátina de omisión que sirvió de base al proceso de transición a la democracia sobre nuestra historia más reciente.
Todo esto se deduce a posteriori sobre la aproximación discursiva de la película basada en la deconstrucción, que captura sus ideas de forma impresionista, fragmentando los elementos que se asocian a la Casa de Campo: las referencias históricas y culturales, los espacios, la fauna y la flora, los que hacen uso del parque… formando una perspectiva poliédrica que en conjunto configura su verdadero significado. Y lo hace siempre consciente también de no poder alcanzar nunca en su descripción —fuera de campo y elíptica por pura necesidad— la auténtica dimensión de la tragedia que tuvo lugar en su territorio. La espada me la ha regalado es todo un ejercicio de experimentación audiovisual con un evidente compromiso político que marca radicalmente su dispositivo formal. Un dispositivo formulado como un proceso de recuperación de la memoria colectiva a través del cine que propone cuestionar con la mirada lo que nos rodea para eludir su borrado por el mero transcurso del tiempo, que es el más poderoso aliado de quienes hoy defienden la impunidad retorciendo nuestro legado.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.