Si hay que valorar algo positivamente de Répertoire des Villes Disparues es sin duda que, ya desde los títulos de crédito, Denis Côté nos deja muy claras sus intenciones formales. Desde un gris apagado y un granulado omnipresente se nos quiere transmitir la frialdad y el vacío existencial que el duro invierno quebequés produce en las comunidades rurales aisladas. Y, efectivamente, es innegable que en cuanto a desolación y dureza Côté cumple sobradamente con sus propósitos aunque no precisamente en el sentido que buscaba.
No nos resulta nada nueva la fascinación que el director quebequés siente por explorar el aislamiento tanto personal como comunitario en su filmografía. Unos relatos que, normalmente, desde el extrañamiento de lo cotidiano, buscan enaltecer, de forma un tanto ‹sui generis›, el romanticismo (por llamarlo de alguna manera) de la marginación, ya sea voluntaria o forzada por las circunstancias sociales. Quizás el problema de Répertoire des Villes Disparues está precisamente en la claridad del camino tomado y la incapacidad de no mostrarnos la meta, o como mínimo decirnos cuál es el objetivo final del viaje.
Convenientemente disfrazada de cine de género, la película bascula entre la exposición del dolor por la(s) ausencia(s) y los conflictos latentes que se producen cuando una comunidad se ve aislada, no sólo por el clima, sino también por su propia cerrazón, por su confusión entre lo que es el sentido de la solidaridad vecinal y la dependencia casi mafiosa que se produce entre ellos. Una especie de endogamia comunitaria incapaz de salir de su bucle temporal-geográfico-sentimental, creando unos monstruos convenientemente encerrados en un armario hasta que deciden salir.
Una premisa que ciertamente resulta interesante pero que Côté no sabe explotar convenientemente al demorar hasta la extenuación el planteamiento exagerando lo que es cine de la contemplación convirtiéndolo en cine del tedio (puro y duro). Es justo cuando asistimos a la explosión de lo sobrenatural, a la presencia de los aparecidos cuando aparece el Côté más reconocible y por ende más interesante. Solo que esto no llega hasta el tramo final del film con lo que todo queda suspendido en el aire, con preguntas que no tienen respuesta, situaciones aleatorias que producen más sonrojo que inquietud (lo de los hijos de Slipknot y la referencia involuntaria a Chronicle es de traca) y una cierta sensación de que el director, al no saber cómo concluir óptimamente su final, opta por contradecir su discurso y tirar por la vía rápida, es decir, poner bajo el manto de la incógnita, una velocidad de resolución insatisfactoria.
Asistimos pues a un film que quiere ser un mapa sentimental de una geografía, una definición de un estado de ánimo que lleva directamente a la decadencia tanto personal como estructural de un determinado ‹modus vivendi› en Quebec. Una crítica, si se quiere, a la confusión entre la nostalgia bien entendida y al anclaje en un pasado construido a base de recuerdos, (auto)mentiras y falsa camaradería que, finalmente, se encalla en su propia forma morosa y tediosa. Un film fallido por completo en el que, paradójicamente, teniendo todo el elemento natural a su favor, acaba sucumbiendo a su puesta en escena de ópera de cartón piedra, dejándonos más fríos que cualquiera de las casas encantadas que sobrevuelan el metraje.