Honey Boy, en tanto autobiografía de Shia Labeouf tenía dos condicionantes muy poderosos en contra. Por un lado la tentación del actor en ponerse detrás de las cámaras y por otro, dado el carácter volcánico del actor, que el film cayera en excesos dramáticos en su desarrollo y de autoritis en su planteamiento formal. Sin embargo ambos problemas se resuelven satisfactoriamente, quizás por el paso al lado de Labeouf, al dejar el timón del proyecto a la directora Alma Har’el (que ya pasó por el Americana con LoveTrue), quien aporta no solo la sensibilidad necessaria, sino también un enfoque que hace de la ficción algo muy cercano a la realidad.
Es evidente que estamos ante un film donde la sensación de exorcismo y de redención personal planean durante todo el metraje, con la virtud añadida de no buscar y no entrar en ningún momento en los terrenos pantanosos de la autojustificación y de la empatía por vía del sentimiento de pena. No, en Honey Boy entramos de lleno en le terreno de un drama terrenal, donde es fácil la comprensión de los personajes al mismo tiempo que no hay un esfuerzo para intentar que haya una conexión emocional artificial con ellos.
Todo lo contrario, Har’el traza una hoja de ruta donde la importancia radica en el propio camino, sin importarle lo más mínimo mostrar las aristas más desagradables de sus personajes. Así, asistimos a una suerte de doble película donde el factor acción-reacción tiene su importancia: el presente tormentoso de Labeouf se ve reflejado en largos flash-backs (que constituyen, de hecho, el corpus principal del film) donde asistimos a la relación con su padre, un personaje (interpretado por el propio Labeouf) que a través de la proyección de su carácter nos ayuda a comprender los pasajes presentes. Un asunto que quizás pueda sonar a demasiado determinista, pero que a través de la pincelada minimalista, del mimo por el detalle ayuda a comprender las sutilezas de la tormenta, de un crecimiento agónico a golpe de trauma y, por qué no decirlo, de un amor tan presente como incapacitado para salir a flote.
Efectivamente, si de algo nos habla Honey Boy, no es tanto del dolor o de como el pasado puede influir en los traumas presentes, sino más bien de como un sentimiento tan poderoso como el amor paterno-filial (que podrá trasladarse a otros ámbitos) puede resultar devastador en cuanto hay una incapacidad manifiesta de poder canalizarse. En el fondo, sin llegar a la categoría de homenaje, sí se trata de una oda a una paternidad inconclusa, voluntariosa, pero trágica en su incapacidad de resultar plena. Una cadena de traumas transmitidos de generación a generación cuya resolución no puede articularse sólo en función de la voluntad de mejorar.
Cierto es que en Honey Boy encontramos ciertos pasajes, ya casi marca propia del cine independiente, en los que la lírica silenciosa del plano parecen querer dotar de una poesía que aleje los fantasmas del drama en pos de una belleza un tanto de postín. Algo que, a pesar de su indudable plasticidad y pericia en la ejecución, acaba por resultar (ahora si) una especie de ‹excusatio non petita› respecto a la crudeza emocional del conjunto. Aún así, el film de Har’el, y a pesar de su ‹déjà vû› estilístico se acerca bastante a su objetivo final que no es otro que el de ser drama y al mismo tiempo moverse en difícil equilibrio por los meandros de la ‹feel good movie›. Una película, en definitiva, notable en tanto que no solo permite conocer mejor las historia de Labeouf, sino que permite conectar sin necesitar de entender que habla de un persona real.