Codirigida por las francesas Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec, Las golondrinas de Kabul adapta la novela homónima de Yasmina Khadra. Ambientada en el Afganistán dominado por los talibanes, reparte el protagonismo de la historia entre Atiq, un veterano de guerra metido a carcelero de mujeres con una situación familiar complicada debida al cáncer de su esposa, y Mohsen y Zunaira, una pareja de jóvenes universitarios que mantienen su idealismo en secreto frente a la vigilancia de las autoridades.
En una cinta que refleja a modo de denuncia una sociedad claramente machista y profundamente religiosa, regida por leyes despóticas que modulan incluso la expresión corporal y en la que las mujeres se ven reducidas a mercancía al negarse incluso su categoría de seres humanos, es tal vez sorprendente que el enfoque principal esté en un personaje como Atiq. Un hombre que es parte responsable de este engranaje opresivo, que retiene a las mujeres condenadas que esperan a su ejecución. Pero de la misma forma que Mohsen en otra secuencia participa en una lapidación, es importante para la película narrar estas perspectivas porque descubren cuánto de pasividad, de simple aceptación y de normalización colectiva son necesarias para que se perpetúe algo así. Lejos de ser héroes, los protagonistas masculinos son personajes que sueñan en secreto, dentro de sus casas, en una conversación con alguien de confianza a quien le comentan sus verdaderos sentimientos. Pero en cuanto salen a la calle, forman parte de su clima social, no son capaces de oponerse e incluso participan activamente en el terror represivo. Zunaira, por otro lado, vive en un pequeño paraíso de libertad personal confinándose en casa, pero apenas asoma el pie fuera la pierde por completo y se ve forzada a convertirse en un apéndice de su marido.
No es probablemente intención de Las golondrinas de Kabul denunciar de forma explícita la cobardía y la inacción, porque las entiende como parte de las propias estrategias del poder: tener controlada a la población mediante una presión y monitorización constantes provoca que nadie alce la voz, y que a la larga contribuyan con su pasividad a normalizarla. En ese sentido, en la narración de la película Atiq y Mohsen no se nos presentan como personajes hipócritas o despreciables. Se entienden sus miedos, su represión emocional y su falta de iniciativa para luchar contra ese sistema y cambiar las cosas. Pero el régimen se mantiene gracias a gente como ellos que no se atreven a exponerse ni a replicar frente a las injusticias de las que incluso toman parte siguiendo el clima general.
En contraste con esta autocensura en los hombres que no son colaboradores ideológicos del régimen, las mujeres viven ahogadas por el yugo de la sharia talibán. La escasa autonomía de la que disfrutan, en sus casas, depende de los designios de sus maridos, a quienes en mayor o menor grado deben obediencia. Esto se ve incluso de manera sutil en las dinámicas de una pareja tan liberal como la de Mohsen y Zunaira, y aún más en las de una pareja más tradicional, como la que conforman Atiq y su esposa, y sólo podemos deducir cómo se vería en los sectores más radicales y comprometidos ideológicamente con el régimen. La libertad de las mujeres en esta sociedad nunca es absoluta, y nunca se siente real porque no depende de ellas. De puertas para adentro, adquiere distintos grados dependiendo de la permisividad de su marido, quien a ojos de los talibanes es su dueño legal. De puertas para afuera, cuando la labor represiva no depende únicamente del núcleo familiar, es completamente nula.
Todo esto que muestra y denuncia esta película, sin endulzar en absoluto, es representado mediante una animación en acuarelas que en principio, por sus colores y contrastes suaves, parecería una decisión disonante. Pero esta decisión estética que da la impresión de estar totalmente fuera de tono se convierte aquí en una herramienta sorprendentemente eficaz para transmitir un clima de austeridad emocional, condicionada por la grave represión que rodea a sus personajes en todos los aspectos de su vida, y física, por el ambiente desértico, con escasa actividad en la calle y con los restos de guerras y bombardeos pasados todavía visibles. En ese sentido, también hay que destacar de ella, particularmente por elegir un estilo de animación que permite representaciones abstractas elaboradas, que parezca decidida a mantenerse al margen de grandes ambiciones creativas y estilísticas. Se mantiene sobria y lo hace con conocimiento de causa, pues transmite muy bien esa sensación de calma opresiva.
Las golondrinas de Kabul, cine de denuncia, social y políticamente comprometido frente a un régimen tan opresivo como fue el de los talibanes afganos, trata un tema que ya ha sido llevado a las pantallas en diversas ocasiones, aportando en su caso además de ese espíritu de denuncia y rabia frente al autoritarismo extremo una observación cuidadosa de las pequeñas dinámicas y gestos que lo conforman y perpetúan, de los distintos grados y niveles de represión que conlleva y del clima social que, pese a lo enrarecido, se termina convirtiendo en una costumbre frente a la que no hay voluntad de luchar o responder.