El cine de Terrence Malick a partir de The New World, que llega a su cenit con The Tree of Life y se consagra con A Hidden Life es difícil de reseñar. Para empezar, debido a su forma monumentalista que se balancea en una delgada línea entre lo grandioso y lo pomposo, que divide opiniones de manera drástica y casi sin concesiones y que hace plantearse seriamente si lo que muestra formalmente es o no digno de ovación. Por otro lado, su propuesta sincera e inimitable conlleva a obviar algunos “peros” en la misma sin dejar de observar un intento por repetir eso tan especial que tuvo The Tree of Life —sus tres películas posteriores han sido intentos fallidos por imitar su esencia y su forma—. El montaje elíptico y vertiginoso es quizá el punto de convergencia entre los detractores y aduladores de Malick. Según los amantes de la acción, hace más “llevadera” la lenta narrativa —como si contar una historia despacio fuese un pecado— haciendo hincapié en los planos cortos y acordes a un ritmo “estándar” para no hacer tedioso un cine tan “poético” y “filosófico”. Y, en disonancia con este extremo, el hecho de que los planos sean tan efímeros pone a los amantes de la contemplación y la pulsión ‹tarkovskiana› de los planos en una tesitura dubitativa que desemboca en un sinfín de “gatillazos” visuales.
Malick tiene en su haber imágenes de gran belleza, pero su preciosismo y la manera de montar hacen que pierdan su esencia. Solo algunas pocas mantienen ese estado presencial e inmanente —los planos fijos mayormente—. Pero el hecho de filmarlas durante un par de segundos las convierte inevitablemente en una sesión de fotos para una revista paisajística. Siendo justos, hay que valorar lo original de la marca Malick, que muchos imitan —ahí están Carlos Reygadas y Shane Carruth, por ejemplo— pero nadie consigue dominar debido a la personalidad que tiene su estilo, al cual es fiel desde que ahondó con su gran angular en los bosques ingleses en The New World. Su preocupación por crear un lenguaje propio generó, además de un apartado visual inédito, una serie de elementos contraproducentes en cuestiones estéticas. Esa estela magnificadora que arrebata la sencillez y la mundanidad que quieren predicar sus secuencias es algo imperdonable. Los grandes angulares funcionan para dar profundidad a lo que está cerca, para crear una sensación abismal entre dos objetos, pero usarlos para filmar absolutamente todo es ir en contra de un principio lógico de jerarquía entre las imágenes. Es masificar un recurso que, usado en pocas dosis, sería vital y ganaría una posición privilegiada frente a otras secuencias. Con cada panorámica de cada persona, paisaje y animal, Malick los vuelve redundantes y vacíos de significado. Cada rostro parece más bello de lo que es, más decrépito, más imponente, más aterrador. Cada momento es más triste, más alegre, más doloroso. Más, más, MÁS… ¿No queda cabida para el menos? Concretamente en A Hidden Life, Malick habla de Dios en cada plano, como un rey en su trono. Alejando cualquier atisbo de naturalidad y cercanía del Creador con tantos y tantos vaivenes voluptuosos, perdiendo así el rumbo de lo pequeño, de lo que sus planos se mueren por mostrar, sustituyendo la espiritualidad por el catecismo.
A Hidden Life es la historia de Job retomada y niquelada, ya que en The Tree of Life, Malick ya nos acercaba al libro poético. Pero si nos ponemos “bíblicos”, su última película tiene una estructura mucho más similar a los libros históricos del Antiguo Testamento, donde las grandes gestas y los personajes glorificados inundan cada página. Viendo A Hidden Life como lo que es, una historia de un mártir y su particular objeción de conciencia —personaje ‹malickiano› atormentado por excelencia— narrar su viaje por las sendas de la amargura haciendo gala de un monumentalismo tan abrumador como exagerado, es algo que rompe con el mensaje austero de la apacible vida en Radegund —el pueblo donde vive Franz, el protagonista— que acaba por convertir, por momentos, la delicadeza en torpeza y la dicha en acaramelado jugueteo.
Lo positivo de la nueva obra de Terrence Malick es su abandono de las tesis vacuas e insulsas que invadían el deambular burgués de los personajes de sus tres anteriores películas para centrarse en una historia interesante y el devenir incierto de la misma generando un sentido que, aunque puede parecer cargante, se adecua al mensaje pacifista y evangelizador del cineasta. La resistencia de la fe cristiana contra el paganismo —visión más que adecuada del Tercer Reich, el cual deificaba a un hombre y promovía valores altamente anticristianos— y la conciencia firme ante un masivo colectivo en contra, son los dos ejes sobre los que se sustenta esta singular obra. Para Franz, no hay otro camino que el de la rectitud y la fidelidad a sus ideas que, dadas sus circunstancias, se oponen a las del régimen nazi en una Austria sumida en la autocomplacencia de la superioridad racial y cultural predicada por Hitler en Alemania. Mientras él linda con las consecuencias de su insubordinación, su mujer, Fani, vivirá a la espera de alguna noticia a la vez que cuida de sus tres hijas y soporta la vida de una paria en Radegund.
En este film compuesto por virtuosos ‹travellings›, planos decapitadores llenos de luz y panorámicas del entorno natural propias del cine de Malick, queda un hueco para la innovación. El juego de intercalar material de archivo del periodo bélico de los cuarenta en la cinta, supone una gran adecuación de la Historia a la visión artística del cineasta aun a pesar de cambiar tan bruscamente las dimensiones de la imagen —la dicotomía entre el cinemascope y el formato 4:3 es muy armoniosa—. Pero lo más curioso es que Malick utilice escenas de películas de Leni Riefenstahl —concretamente de Triumph des Willens—, otra directora grandilocuente donde las haya que tiene bastante en común con el americano en cuanto a forma se refiere. Riefenstahl hacía de las personas que filmaba ídolos, héroes, dioses… y ya sea para bien o para mal, glorificar tanto a alguien conlleva a mirar la obra con cierto recelo o desconfianza, siempre que no se caiga en la red que teje esa magnificencia cegadora. La sospecha para con la forma incita a no fiarse del fondo y la reflexión se hace difícil. Tanto el cine de Malick como el de Riefenstahl es un cine de titanes, un cine de “sí” o “no” con todo lo que ello conlleva moralmente. La grandilocuencia en cada plano convierte los pequeños momentos en enormes, llegando a generar confusión y obligando a pensar si se está viendo una gran obra o un cuento tremendista. El que diga que el cine de Malick se basa en esos pequeños momentos miente, o no lo entiende. Como en las catedrales que graba, cada ápice de los cimientos está lleno de pequeños detalles que por sí solos valdrían mucho más que el conjunto que tiende a la enormidad y el ‹horror vacui›. La música es un continuo crescendo como si de una sinfonía elocuente y definitiva se tratase. El film es como un templo repleto de adornos, imágenes e ídolos que tiende a lo absoluto, pero se olvida de lo eterno.
Con The Thin Red Line, Malick revolucionó el cine bélico y consiguió una armonía casi perfecta entre el hombre y la naturaleza, siguiendo los pasos de la notable Days of Heaven y optando por un nuevo y genial enfoque narrativo. Tras su mejor y más profunda película, terminó de pulir su estilo y generó una nueva etapa en su filmografía con The New World, llevando a cuotas más arriesgadas su cámara-ente y culminando el entramado humano-celestial con The Tree of Life, obra que supuso un antes y un después en su carrera y generó el dualismo de la crítica que perdura hasta nuestros días. Tras su controvertido éxito intentó aplicar la misma fórmula con To the Wonder, la cual bajó un poco el listón conforme a sus predecesoras para terminar plasmando una especie de nostalgia por su cinta de 2011 e intentar rehacerla de manera más pomposa y “enigmática” en Knight of Cups. Con esta obra su cine decayó y se convirtió en una mala copia, aburrida y banal, de sus antecesoras que iniciaría una comparación —no tan alejada de la realidad— de su estilo con el de los anuncios de colonias. Song to Song sería la continuación de su “etapa filosófica barata” y el punto y final a la trilogía denominada ‹Weightless trilogy›. Parece que con A Hidden Life retoma, de algún modo, lo bueno que tenían sus últimas películas para sentar quizá las bases de un cine diferente. El año que viene saldremos de dudas, pues se estrena The Last World, un film que sigue el camino propuesto en esta última en lo referente al tema cristiano, tan ligado al imaginario del director estadounidense.