La nueva película de Krzysztof Zanussi es un relato interesante, inspirado vagamente en el Fausto de Goethe, que tiene tanto de película de autor como de drama convencional.
Un doctor anónimo —de ahora en adelante “El Doctor”— es condenado a la soga tras haber matado involuntariamente a una joven administrándole una dosis desmedida de éter para violarla. El Doctor —con el que Zanussi hará un más que forzado intento por asemejarlo al Fausto de la novela homónima—, sin embargo, se libra de la pena debido a un misterioso indulto real que lo condena al exilio. Su destino, Galicia, territorio situado en la frontera del Imperio austrohúngaro y el ruso, dónde llevará a cabo una serie de experimentos bajo el abrigo del ejército en los que podrá seguir investigando las cualidades y aplicaciones del éter.
El film posee un modo elegante de abordar la elaboración de las secuencias, utilizando el ‹travelling› como herramienta predilecta, haciendo de los planos un estudio de los espacios y personajes al igual que, en los títulos de crédito, con la tercera parte del famoso tríptico, El Juicio Final, realizado por Hans Memling. Más allá de la apreciable pulsión estilística, la ambientación tan lograda —como en cualquier superproducción— opera de un modo ambiguo, pues hace parecer a la obra mejor de lo que es, ya que su atmósfera, tan pulcra y medida, logra por momentos eclipsar el sentido último del film, que resulta una extraña mezcla entre decepción e indiferencia por demasiados motivos. Éter se basa en una premisa tétrica y una fría paleta de color para narrar un relato que ya es frío de por sí; intentando juegos de espejos, aparentemente irrelevantes, que resultan anodinos por su falta de propósito de cara a la situación. Para no desvelar detalles de la trama, solamente apuntaré que la película cuenta con dos versiones en sí misma y que la segunda es una especie de recapitulación bastante vaga y falta de climatización de la primera, siendo cierto que adquiere un aspecto metafísico interesante, pero que se va al traste por la manera tan horriblemente explicativa en que se resuelve, más propia de películas como The Prestige (Christopher Nolan, 2006) o The League of Extraordinary Gentlemen (Stephen Norrington, 2003).
Como un compendio de situaciones elaboradas a modo de estudio científico, lleno de pullitas a la religión, “grandes” frases elocuentes y un ánimo ilustrativo de cómo hacer una película con un ser despreciable como protagonista, sin caer en la tentación de que nos guste —otra pretensión mal llevada, pues El Doctor no es tan cruel y, si lo es, no se lo representa de una manera acertada. Es decir, está bastante claro que Zanussi quiere ahondar en la ética de la ciencia sin límites abogando por la soberbia y chulería de un hombre que solo cree en el avance de su trabajo sin importar el sufrimiento que cause a la gente. Y lo hace, mediante el personaje de Taras, su devoto y fiel ayudante. Lo que sucede es que se lleva a tal extremo la dicotomía entre ambos, que acaban por ser una caricatura, haciendo ver a El Doctor como un incauto y al joven Taras como un inocentón— Eter se da de bruces con su propia pretensión anti-ciencia-deshumanizadora, haciendo gala de un mal uso de las herramientas que posee —los incisos musicales reverberantes resultan tan carentes de significado como cansinos llegados a un punto donde la historia ya ha dado más vueltas sobre sí misma de lo que debería para llegar a una conclusión bastante fuera de lugar con el realismo de la situación—.
En otro orden de cosas, adaptar la novela de Fausto, aparte de una tarea imposible por razones obvias, es un mérito que otros directores han logrado llevar a cotas mucho más altas sin perder sus propios horizontes. El caso de Murnau es el más famoso —y quizá el más espléndido—, pero lo cierto es que, al finalizar Eter, el primero en quién se piensa es Aleksandr Sokúrov. Su Fausto es el ejemplo perfecto de adaptación científico-pasional sin pretensiones más allá que seguir con su indagación personal en el cine. Está claro que Zanussi y Sokúrov no buscan lo mismo, ni de lejos, pero en este caso la comparación es menester pues mientras que el polaco no encuentra un porqué claro y se queda a medio camino entre el drama histórico —muy interesante para el que guste de ellos— y el episodio de falsa intriga en el que al final “nada era lo que parecía”, el ruso consigue adaptar a su particular universo uno de los actos de la tragedia alemana, a la par que sublima de forma coherente y sin sorpresas de última hora un relato verdaderamente etéreo.