Nos acercamos al ‹Cinema Novo›, uno de esos movimientos no tan reconocidos como otros, pero del que bien merece la pena rescatar piezas como las que nos ocupan: por un lado, uno de los films de Joaquim Pedro de Andrade con O padre e a moça, dirigida a mediados de los 60, y por otro una pieza subversiva como la realizada por Rogério Sganzerla a través de su O bandido da luz vermelha.
O padre e a moça (Joaquim Pedro de Andrade)
Sin ser uno de los nombres más populares del ‹Cinema Novo›, Joaquim Pedro de Andrade fue uno de sus fundadores contando entre su escasa filmografía con tres títulos clave: la pionera Cinco vezes favela, la abstracta Macunamia y la protagonista de esta reseña, la poética O Padre e a Moça, largometraje basado en un poema del legendario Carlos Drummond de Andrade, quien colaboró en la adaptación cinematográfica de su obra.
Nos hallamos ante una cinta que contiene varias de las temáticas inherentes al movimiento. Aquí nos encontramos con una trama de ámbito rural, rodada en un hermoso blanco y negro, que refleja la desigualdad existente en la sociedad brasileña, mostrando la explotación a la que se encuentra sometida una supersticiosa población minera ante el omnipresente poder de un comerciante de diamantes que controla todos los flujos de la localidad. Ante esta dialéctica del amo y esclavo, la religión aparecerá como una correa que camina por un terreno limítrofe entre la opresión y la libertad plasmada en la figura de Mariana, esa concubina anhelada por los hombres del lugar, incluido el cura del pueblo, quien acudirá a la religión como última esperanza de liberación del yugo de su patrono.
El film arranca contando el arribo a un asentamiento minero de un nuevo cura que llegará con la encomienda de reemplazar a su moribundo antecesor. Tras dar la extrema unción a su compañero, el novato prelado tomará posesión de su cargo observando los extraños nexos existentes en una aldea organizada bajo el férreo yugo del terrateniente Fortunato, un hombre viejo, lascivo y autoritario que mantiene en su hogar a una joven huérfana llamada Mariana a la que adoptó siendo ésta adolescente tras la muerte de sus padres. Mariana mantenía una íntima relación con el anterior sacerdote, punto que despertó ciertos rumores entre los lugareños y los celos de Don Fortunato. Así, el viejo capitalista aprovechará el deceso de su oponente para pedir la mano de su protegida con la llegada del nuevo inquilino eclesiástico. Éste irá rompiendo su aparente timidez conociendo poco a poco a los vecinos del pueblo y sus rudimentarias y primitivas costumbres, sintiendo una atracción especial por Mariana. Atracción que será percibida y empleada por esta última para acercarse al cura con el fin de huir del pueblo y del cautiverio al que se halla sometida por Fortunato. De esta manera, Padre y feligresa escaparán del pueblo, pero su propósito se complicará a medida que el religioso sea consciente de los pecados cometidos en la ayuda prestada a la muchacha.
Partiendo de esta premisa, que contiene una afilada crítica acerca de las caciquistas interrelaciones existentes en la sociedad brasileña, Andrade tejió una obra bella y lírica que aprovecha el realismo que aporta su localización es las escarpadas colinas de Minas Gerais, así como una puesta en escena muy sugerente y atractiva, no haciendo ascos a tocar temas tabú como la esclavitud a la que está sujeta la clase obrera por parte de los grandes empresarios y también la controversia que desatan las relaciones amorosas entre feligresas y jóvenes sacerdotes incapaces de soportar la tentación que supone el aroma de una mujer atractiva cerca de su sotana y unas leves y magnéticas lineas metafóricas alrededor del incesto.
El autor de Macunamia expone estas temáticas con mucho gusto, envolviendo a sus personajes en un halo de sigilo y angustia existencial que se siente presente a lo largo de todo el trayecto del film. Pues O Padre e a Moça se eleva como un manifiesto poético y asimismo realista de ese vacío que contamina el alma humana que aspira a gozar los apetitos que nos hacen libres. Unos apetitos inalcanzables para esos simples mortales a los que les ha tocado sufrir las injusticias de quien maneja los hilos del poder. Y ante este obstáculo, ni si quiera traspasar la frontera de lo prohibido servirá como antídoto para salvar la hipocresía y envidias de aquellos que también se hallan oprimidos, pero sin ostentar alguna expectativa de franquear su oscura realidad.
Una obra poderosa, silenciosa, libre, elegante, misteriosa, osada y terriblemente triste y fatalista que es puro ‹Cinema Novo›.
Escrito por Rubén Redondo
O bandido da luz vermelha (Rogério Sganzerla)
Si bien el ‹Cinema novo› brasileño de la década de 1960 tenía como uno de sus principales fines estructurar una estética cinematográfica de vanguardia que refleje la pobreza y el comportamiento social de las clases desposeídas u olvidadas del país más grande de Sudamérica, también generó una variante fílmica más atrevida, una especie de cine contracultural o marginal que abordaría aspectos escondidos o repudiables.
Rogério Sgancerla fue uno de los principales impulsores de esta corriente, para la cual amplió los postulados temáticos del ‹Cinema novo› para inmiscuirse en campos más polémicos y “peligrosos”. Transformó así el objeto de reivindicación social a uno que evidencie sin tapujos las consecuencias de la exclusión y de la desigualdad.
Su película más representativa fue El bandido de la luz roja, rodada en 1968, un “western del tercer mundo” como se lo cataloga en su introducción. Se trata de un producto audiovisual que, a través de un desorden en su composición narrativa, intenta reflejar el caos en que se encontraba las populares ciudades de Brasil, en este caso Sao Paulo, por la presencia de la delincuencia.
La película es un collage de imágenes y sonidos inquietantes que buscan recrear un ambiente de convulsión social, en donde todos se constituyen en potenciales víctimas de la violencia ocasionada, especialmente, por un delincuente que tiene como obsesión el causar daño matando o violando a sus víctimas, y que usa como su sello de identidad la luz de una linterna para invadir espacios privados.
Se trata de un malhechor irreverente ante todo lo establecido, una especie de raza criminal inquebrantable e incorregible. Su comportamiento parece sustentarse en las condiciones sociales en las cuales creció y en su relación con bandas de pillos.
Su historia es dura, pues su madre trató de abortarlo, huyó a los 5 años desde las favelas porque quería “crecer” como delincuente. Empezó robando casas y luego se convirtió en un contumaz y frío asesino, quien reconoce, como si fuera un logro personal, que merece la silla eléctrica.
El relato de la película se asemeja al estilo del periodismo sensacionalista. Las voces masculina y femenina de un par de locutores de noticieros de radio son las que predominan y su función es matizar el argumento del filme con una escandalosa descripción del criminal. No se olvidarán de resaltar sus habilidades para burlarse de la policía y de la propia sociedad, al fin y al cabo, su “labor” es posicionarlo como todo un personaje y así mantener latente la atención de sus oyentes con la historia de sus andanzas.
También serán estas voces las que se encarguen de ironizar la situación social y, con característicos ecos comerciales radiales, irán construyendo mitos y realidades urbanas que serán la base de los comentarios o comidillas populares que se dan en vecindarios, buses, barrios, etc., es decir, en la “formación” de la opinión pública.
En El bandido de la luz roja se aprecia cierta influencia artística de la ‹Nouvelle vague› francesa. Con cámara en mano, con encuadres de la imagen torcidos, con actores no profesionales y sin prever un guion estructurado con secuencias lógicas, se arma una cinta que constituye un experimento visual y sonoro para llamar escandalizar a los espectadores y hasta para provocar al poder político de entonces (en ese año, Brasil era presidido por una dictadura militar).
El filme es el reflejo de un submundo urbano en donde el peligro acecha y todos pueden convertirse en protagonistas de una crónica a veces irónica y a veces triste.
«Cualquier comparativo con la realidad es mera coincidencia», se advierte al inicio del filme, pero lo hace de manera sarcástica ya que lo que se quiere decir es que se desnuda una realidad temible en una sociedad catalogada insistentemente como el “Tercer Mundo”.
Escrito por Victor Carvajal