Estos días acusan a Roman Polanski de haber utilizado su visión del J’accuse de Emile Zola como un modo de autocomplacencia y justificación del juicio público que sobrevuela su cabeza desde el “destierro” vivido de Estados Unidos. Un modo como otro cualquiera de alimentar la polémica para ensalzar o defenestrar un film, El oficial y el espía en esta ocasión, cuando todo director llega a un momento en que, casi sin darse cuenta, se busca en sus propias imágenes ante algún ataque neurasténico de “creacionitis-repetitiva”.
Sin poder opinar de su último trabajo, sí utilizaba precisamente Basada en hechos reales para recrear esa imagen perdida de autor que no conecta con su vitalidad creativa, y puede resultar lógico que el agotamiento sea parte del cine de un director, cuando ya ha probado las mieles de todo tipo de géneros y situaciones.
Aunque en el drama y el thriller haya conseguido obras intensísimas y visualmente arrolladoras, Polanski también ha tenido sus escarceos con el humor, y todo ser inquieto aprecia el absurdo por encima de todas las cosas. Así que en los 70, agarró bien fuerte el imaginario de Alicia en el País de las Maravillas, lo convirtió en confeti, y como si fuese polvo de estrellas decidió soliviantar su carrera con ¿Qué?
Y… ¿qué fue lo que compró Carlo Ponti, la abstracción del humor o las tetas de Sydne Rome? Poco importa porque de ambos aspectos hay mucho por ver. ¿Qué? se resuelve a través de los ojos vouyeristas con los que seguimos constantemente a Nancy, la inocente joven americana que aterriza inesperadamente en una especie de bucle atemporal formado por pasillos, dormitorios y terrazas. Así, Polanski encierra de nuevo una de sus historias en territorio acotado —los planos habitables son su mejor arma, como si de un buen agorafóbico basado en la cinefilia se tratara— y pierde a su protagonista en una especie de villa, a simple vista idílica, cuyo contenido resultará siempre del todo inesperado, aderezado con inmensas e inclasificables obras de arte.
Con un toque machista incontenible, no importa lo justificado que resulte para su argumento, Nancy es siempre el objeto sobre el que solventar todo tipo de situaciones rocambolescas. Ella pierde la ropa al ritmo en el que la historia pierde un posible sentido, adaptándose a la sorpresa que le deparará tras cada puerta. Polanski juega con la repetición autoconsciente (en todo momento su protagonista es consciente de experimentar situaciones ya vividas) como juego directo con ese conejo (aquí invisible) que mide el tiempo para Alicia. También se reserva uno de los papeles en el film, enfrentándose directamente con un Marcello Mastroianni desatado, caprichoso y lleno de furia interpretativa, siendo ellos solo algunos de los que miran con ojos golosos a la joven.
Quizá la gracia radica en la insolencia que se aplica a la naturalidad de los detalles más nimios. Es decir, no es la desnudez tanto un atractivo gratuito como un conducto por el que ofrecer situaciones absurdas que van resolviendo el film; tampoco importa la motivación de permanecer en ese lugar todos los presentes, como el juego que ofrecen sus escuetos e inesperados encuentros. Estamos ante la ópera bufa definitiva de Roman Polanski, el tipo que tan poco en serio se toma a si mismo, que en esta ocasión mide sus fuerzas con la risa floja del personal, considerando que la complejidad del chiste y su absoluta abstracción son una golosina para el intelecto.
Aunque los tics esenciales de Polanski están presentes y es fácil reconocerle en el film —además de por su ya citada presencia frente a las cámaras—, ¿Qué? es una pequeña rara avis en su filmografía que demuestra la elasticidad creativa (sí, esa de la que dudaba en sus últimos trabajos) que posee y que suele imperar a cualquier reto cinéfilo que se le presente delante, focalizando la película en lo que es: una película. ¿Qué? Pues eso, una película.