Ninguna niña debería ir a la escuela en su cumpleaños. ¿Por qué inventar una dolencia, una molestia o cualquier mentira para la desazón con tal de saltarse las clases? Akane detesta la idea de acudir al colegio y prefiere quedarse tumbada en la cama en un día soleado, lleno de luz, calor y una vida que se presenta larga por los temblores de su adolescencia inminente. Gorobei, su gato fofo e impertinente la saca de su ensimismamiento. Mientras desayunan los dos, la madre le propone un recado extraño: que acuda a la tienda de Shi, su tía, para recoger su regalo de cumpleaños. Una vez en el local, Akane activa por accidente el mecanismo que conecta la Tierra con otro mundo maravilloso, un lugar al que acudirán tía y sobrina guiadas por el alquimista Hippocrates con su duende aprendiz, Pippo. El paso de la niñez a la juventud puede ser un recorrido aventurero, misterioso, no exento de responsabilidades.
Una de las sensaciones que surgen después de terminar The Wonderland es que la industria de animación nipona nos lleva décadas de ventaja al resto de países. Razones no faltan por la variedad de temáticas en sus producciones, públicos a los que van dirigidos y capacidad para reinventar mitos propios más otros prestados. En este caso el nuevo trabajo dirigido por el veterano Keiichi Hara, realizador ampliamente curtido en series de anime como Esper Mami —Esupâ Mami en su japonés original—, Shin Chan y al menos ocho largometrajes más del irreverente personaje. Fuera del dibujo caricaturesco del ya mencionado Shin Chan, el director entra en un estilo gráfico más canónico de representación humana para trazar las aventuras de Akane y Shi al entrar por un agujero que teje una araña mágica y les permite recorrer Wonderland.
Es evidente que la narración discurre pareja a obras maestras como las de Lewis Carroll o L. Frank Baum. Recorridos paralelos a los de Alicia con criaturas fantásticas mientras huye del sopor. O el de Dorothy que se fuga de una Kansas austera en busca de su perrito por Oz. Esta nueva muestra de animación japonesa que, por maravillas de la distribución, llega con inmediatez a las pantallas respecto al retraso en otras producciones orientales desde su paso allí y su estreno en España, ya que es una película que se pudo ver en el Festival de Sitges y aterriza aquí el mismo año de su fecha. Pero su interés radica en la deconstrucción que hace de los referentes ya citados. En algunos casos por humanizar al conejo que perseguía Alicia, transformándolo en un alquimista elegante, algo soberbio y estirado que funciona por contraste con su alumno diminuto y vital. El trío de ayudantes de la heroína se completa con esa tía independiente, curiosa, valiente y jovial que consigue un contrapunto humorístico constante en escenas como la de la borrachera o las réplicas espontáneas que nos pillan desprevenidos a espectadores y el resto de personajes.
La fantasía de la propuesta está compensada e incluso superada por la carga de comedia que agiliza el conjunto en secuencias delirantes como la del juicio de los gatos a la protagonista o las de Doropo, el ayudante mago del malvado Za Ru, un colaborador que falla en las transformaciones zoomórficas de los oponentes. Aunque la estructura se demora algo en un prólogo que tarda en dar paso a la acción, mostrando la vida cotidiana de la chica, sus pensamientos y recuerdos recientes. Algo que sucede en cierto modo en el epílogo, más breve pero también separado del desarrollo principal de la trama. Tal vez esa estructura se deba a una adaptación escrupulosa del libro en que se basa el guión, de título original Chikashitsu kara no fushigi na tabi —Tiempos misteriosos de la ciudad—, de la escritora Sachiko Kashiwaba, reconvertido en Birthday in Wonderland para el cine –aquí solo The Wonderland—. Conjeturas aparte, el cineasta demuestra su dominio de la sabiduría oriental unificando con mucha naturalidad el mundo mágico y el real. Parece más entregado en el tono cómico que en el dramático más propio de sagas interminables, en esa lucha del bien contra el mal. Porque realmente lo que parece más consistente durante el metraje del largo es su acercamiento a una época mutante, acelerada y traumática como es la pre-adolescencia. Su enfoque didáctico pero sin dogmas ni moralinas sobre la responsabilidad que se adquiere con el crecimiento. El milagro de poder contar una historia de una niña en un mundo de fantasía sin necesidad de dar pie a una saga futura, con su principio y su final, con colores embriagadores, sonido envolvente y buenas vibraciones, aunque sea de forma holgada en su metraje.