La heroína fue la reina de muchas fiestas en los años ochenta. Los millones de adictos más la masiva introducción en Europa y América la convirtieron en una droga voraz que acabó con demasiadas vidas, pero que también hizo ricos a muchos traficantes en casi todo el mundo. En Italia el negocio lo manejaban varias familias del crimen organizado desde Sicilia, hasta que la policía cercó a los delincuentes en uno de los juicios más importantes de aquel estado. Contra los criminales luchaba el implacable juez Giuseppe Falcone. A su lado el mayor confidente fue Tomasso Busceta, un veterano integrante arrepentido de la banda. Desde el momento que colaboró con la justicia se transformó en el objetivo de sus antiguos compañeros, en un ayudante sospechoso para las fuerzas de seguridad y, sobre todo, en un traidor para todos. Esta podría ser su historia.
El traidor es una de las mejores sorpresas en este 2019 que agota sus estrenos en salas. Sorprende por la vitalidad de un director como Marco Bellocchio, nunca considerado a la altura de compañeros de generación suyos como Bertolucci o Ermanno Olmi. Tal vez sus búsquedas en diferentes géneros de ficción o documental, aunque siempre desde un enfoque historicista hacia su país, hayan sido los que propicien cierto desconcierto al revisar su filmografía. Tampoco ayuda la vitalidad que demuestra con más de ochenta años cumplidos y casi sesenta de oficio, una característica que podría ser favorable de cara al público y crítica especializada, puesto que no deja clara la manera de abordar con etiquetas sus trabajos recientes. Porque tras un melodrama clásico como fue Felices sueños, ahora ha entregado una película deslumbrante, rodada con pulso firme, nervio puro y narrativa torrencial. Gracias a un guión de hierro en el que colabora con otros cuatro escritores, entre los cuales destaca la guionista Ludovica Rampoldi, proveniente de 1992, 1993 y 1994 unas de las mejores series italianas de este siglo. El modo de acercarse a la historia reciente del fin de siglo veinte se permeabiliza también en un apasionante metraje de dos horas y media que se quedan cortas por su capacidad de entretenernos en la butaca. La genialidad del largometraje es que podría haber sido planteado como una miniserie de televisión; de hecho varios canales internacionales catódicos —que actúan como coproductores— acreditan esta vocación televisiva. Pero el empeño de Bellocchio y todo su equipo por crear cine puro, sin coartadas publicitarias ni avaricia por llenar parrillas de programación, nos da un regalo que coincide en las salas con algún mafioso más desde el otro lado del charco.
La caligrafía inspirada y precisa del veterano cineasta se percibe nada más comenzar la primera secuencia, durante una celebración familiar de los clanes sicilianos, reunión durante la que conocemos a Buscetta, su mujer y los hijos débiles de su primer matrimonio, destacando el que es heroinómano. Pero la ocasión sirve para ver además a los otros secuaces que comparten negocios delictivos. La deriva de la droga en los primeros años ochenta no es bienvenida por el protagonista y otros integrantes del grupo, pero el dinero manda y después de los fastos se producirá una masacre de gran parte de los miembros de la mafia que quieren dejar el narcotráfico. Este primer tercio del film es rico en la sensación de amenaza que transmiten los actores en su gestualidad contenida, acciones, el entorno lúgubre, nocturno, con ese sol oculto que apenas despunta en las costas brasileñas a las que se exilia el traidor con su familia. Un tono inquietante que se materializa en los fuegos artificiales al término de la celebración, explosiones que suenan como disparos futuros, incluso más ensordecedores que las balas empleadas en la matanza consecuente.
La detención en Brasil del protagonista y su esposa portuguesa establecen el otro mecanismo de extorsión que culmina en la escena de los helicópteros, el momento previo a la colaboración con el juez que llevará el caso contra la mafia. Aunque como dice Buscetta en uno de sus buenos diálogos «La mafia no existe, es un invento. Nosotros la llamamos la Cosa Nostra».
El traidor es un largometraje inabarcable para el espacio de esta reseña por la riqueza de situaciones, el interés de una trama, personajes y evocación de las dos décadas que representa. Con un estudio detallista en la ambientación desde 1981 hasta casi el año 2000 sin necesidad de abusar en el repertorio musical ni dejarse llevar por la nostalgia estética de entonces. Tampoco ceden los responsables del film a incorporar imágenes de archivo que podrían situarnos sin esfuerzo en los acontecimientos. Gracias a esta decisión, las secuencias en los juzgados resultan más naturales en su dinámica ficcional, incluso maestras en sus desarrollos dilatados. En especial el juicio en el que se presenta un arrebatador Totuccio Contorno, encarnado por Luigi Lo Cascio en un papel que consigue aligerar el peso dramático del inmenso Pierfrancesco Favino como Buscetta.
El otro quiebro fundamental del largo resulta tan explosivo como el famoso atentado contra Falcone, un giro que reestructura el tono de denuncia del libreto y reorganiza los acontecimientos sin otorgar misticismo ni épica a los criminales. Porque a diferencia de las visiones más conocidas sobre mafias desde el punto de vista de Coppola, Scorsese o Brian de Palma, que provenían de grupos organizados en Estados Unidos, mientras El traidor está situada en territorio italiano con algunos saltos espaciales a Brasil, Miami y otros estados norteamericanos.
El gran Marco Bellocchio consigue así una obra que se sitúa al mismo nivel que las aproximaciones de los norteamericanos citados jugando en un terreno más terrenal, costumbrista, menos mítico, desbordante en las debilidades humanas, tenso en su crónica y enriquecedor en probables visionados posteriores.