Un plano contrapicado, el radiante cielo azul y el esplendor de esas tonalidades que parecen punto de acceso a un marcado universo propio que, ya no cabe duda, ha terminado calando en la retina de no pocos espectadores. Se podría decir, de este modo, que los habituales diseños en la cartelería del cine de Makoto Shinkai son la puerta de entrada idónea a un cine sin bifurcaciones, tan elemental al fin y al cabo como lo que muestran sus elocuentes ilustraciones. Aquello que se podría asumir como una consecución de lo obvio, de esas herramientas tan primigenias cuyo objetivo primordial es trasladar al espectador a un microcosmos desde el que terminar irradiando una emoción pura y desprovista de atavíos, acompañada por componentes básicos como la saturación visual y sonora —esas siempre enfáticas BSO que acompañan los momentos de mayor intensidad dramática—, arroja sin embargo resultados que, desde su cariz deliberadamente naíf, incurren en un extraño efecto que ni siquiera se ve reforzado por el componente emocional para tratar de conducir al espectador a terreno deseado; y es que si bien resulta una evidencia que la intención del cineasta nipón es dirigirnos a un lugar que se antoja capital en ese cine por momentos tan obvio, su entrega a determinados excesos, a un pulsión capaz de transportarnos de la melodía más plana a la más sensitiva de las odiseas, se corresponde a la par con un absoluto dominio del relato a través de una narrativa capaz de encajar todos esos acordes en una misma representación sin que esta se torne disonante y, por ende, termine desequilibrando el resultado final. En El tiempo contigo se despliega, pues, la consecución de un cine cuyas formas y mecanismos podrán gustar en menor o mayor medida, pero desde luego obtienen la respuesta idónea de un autor que los maneja con una facilidad pasmosa.
Así, y obviando que un discurso, aunque presente, mitigado ante el despliegue de recursos e intenciones de Shinkai, el nuevo trabajo del autor de Your Name queda expuesto como parte de un imaginario que no deja de avanzar de manera irredenta, y que si bien no olvida aquellos motivos —constituidos en torno a sus personajes y los distintos estímulos que los empujan— en los que detenerse para poder expandir horizontes, en todo momento focaliza su atención en ese éxtasis visual en cuyo control reside buena parte de la virtud de un cine (por momentos) tan arrebatado como arrebatador. No obstante, y pese a lo que pudiera parecer, no estamos ante una mirada que sobreponga el propio estilo ante una historia que contar; y es que si por algo destaca la obra de Makoto Shinkai, es por esa conjunción desaforada entre los relatos construidos y el revestimiento del que dota a todos y cada uno de sus medios. Está claro, pues, que el énfasis por el que se ve arrastrado ese particular imaginario, no choca frontalmente ni por un momento con las pulsaciones de sus protagonistas, a los que acompaña de la más honesta de las formas. Porque, probablemente, habrá quien encuentre en ese virtuosismo visual y en el frénesis con que es expuesta su banda sonora un importante obstáculo para llegar a disfrutar de propuestas como la que nos ocupa, pero tan claro como que Shinkai es lo que es de principio a fin, desenvolviendo su cine cuya sinceridad parece a prueba de balas, siempre dispuesto a algo más que exponer una perspectiva (o circunstancia, quién sabe) propia: también a conseguir que nos perdamos entre esos universos repletos de color, poderío y ternura, por remilgado que todo ello pueda sonar.
Larga vida a la nueva carne.