De todas las miradas que se reflejan en el cine sobre la II Guerra Mundial, una que se usa pero de la que no se abusa es la infantil, si es que se pudiera llamar así, por la pérdida instantánea de inocencia ante la desgracia. Adrian Panek revisita la Polonia del año 45, en los turbios momentos en que todo ha acabado y todos han perdido, cuando las prisas fueron partícipes del vacío más absoluto para las víctimas. El final que nunca llega.
Y sí, son los niños los que protagonizan esta historia sin necesidad de perturbar la esencia de la guerra con iconos reconocibles, simplemente alejándose del caos de lo anteriormente conocido como urbe para adentrarse en el salvajismo del bosque más virgen. A partir de pequeños supervivientes marcados por una numeración en sus también pequeños brazos, los jóvenes protagonistas saltan de un encierro a otro, el previo al fin, uno que pese a su ilimitado espacio es igualmente asfixiante y terrorífico.
Panek no solo quiere hablarnos de hambruna, identidades erráticas y desconocimiento de límites desde el momento en que se apoya en los cuentos clásicos infantiles para narrar algunos de los pasajes de su película. Ya no es simplemente que la historia se base en una suerte de El señor de las moscas limitada por los restos de una cruenta guerra llena de peligros, donde la emancipación de los pequeños se ve sesgada por lo anteriormente vivido; el director (también guionista de la historia) nos refiere continuamente a pequeños enlaces con las fábulas invitándonos a imaginar una casa idílica para niños perdidos que acecha peligros como en Hansel & Gretel, una bella durmiente que un extraño príncipe observa desde muy cerca en silencio, caperucitas rojas capaces de dominar al lobo bajo su vestimenta roja. Un modo como otro cualquiera de acercarnos al lenguaje infantil y modificarlo hasta convertirlo en un cuento de terror en sí mismo.
El acecho es la gran baza de Perros de presa, donde los animales citados en el título limitan los movimientos de los más jóvenes y destruyen el ideal de adulto corrupto por los derroteros tomados en la guerra. Es firme en visibilizar a los infantes, rompiendo con las reglas del diálogo y permitiendo cierta libertad ante la ausencia de reglas explícitas. La gran casa donde se encuentran hacinados es la otra protagonista, recuerdos de una sociedad impoluta que dejó de existir.
En cuanto a los niños, el director permite crear estratos ante la diferencia de edades, donde los más pequeños no conocen un orden o contención, donde los más mayores comienzan a mostrar mezquindades de adultos, mentes atribuladas por lo vivido y recordado. Un mundo propio el presentado en la película, que reproduce miserias universales sin pautas exactas, donde el espíritu de supervivencia es el concepto más persistente.
Hay momentos en que se echa de menos una continuidad, la tijera es bastante explícita y sesga escenas que realmente no desmerecen gracias al ambiente silencioso y observador que mantiene el film en todo momento, pero que permiten intuir un mayor desarrollo de la historia que ha quedado escondido. Aún así, Perros de presa se presenta como una ruptura con las normas del cine bélico y de terror, donde lo humano se perfila como animal y lo mundano desaparece para reconocer que la experimentación con niños puede tener un efecto mucho más brutal que cualquier reproducción exacta de una guerra.