La verja exterior se cierra, mediante un mecanismo automático. Sobre el metal, una suerte de graffiti reza«Sure, we can». La frase, tomada desde el exterior —en uno de los pocos momentos en los que la cámara sale del centro de reciclaje— cuenta con un doble sentido irónico (‹can› significa lata en inglés) y a la vez esperanzador: un mensaje de positivismo explícito que no abunda demasiado en el documental The Fourth Kingdom.
Concebido como una extensión del cortometraje homónimo que Adán Aliaga y Álex Lora presentaron en 2017, la película narra el día a día de una serie de personajes que acuden, trabajan o incluso viven en un recinto de recolección de latas, plásticos y otros residuos reciclables en la ciudad de Nueva York. Si el corto realizaba un retrato general del espacio y unas pinceladas de algunos individuos, el largometraje profundiza más en algunas de las historias, particularmente la de René, empleado del centro y punto de vista desde el que conocemos a los demás personajes.
El escenario donde se desarrolla la película es un patio grande, con multitud de subespacios donde se agolpan bolsas de residuos, vegetación desordenada, restos de memoria inclasificable y una multitud de gente que acude, descarga sus bolsas, explica sus historias y se va. También hay una pequeña construcción donde Anita, la impulsora del centro, organiza y asiste a sus colaboradores, generalmente personas que sufren de exclusión social por varios motivos. Los muros que rodean al centro, en este sentido, actúan como metáfora de una serie de personajes marginados y olvidados, hombres y mujeres que en algún momento cayeron en el supuesto lado equivocado de la sociedad. Por inmigrante, por haberse visto afectado por la crisis económica, por minusvalías físicas o mentales, depresión o alcoholismo.
La película sirve como recolección de retratos, pero también de diferentes visiones del mundo. Las reflexiones de los personajes, que van desde la familia hasta la vida extraterrestre pasando por la política o el hecho de migrar, expresan verdades aparentemente sencillas pero que encierran significados profundos, historias personales de dificultad, sufrimiento, autoboicot y, algunas veces, inesperada alegría. La cámara de Aliaga y Lora se acerca a sus personajes para revelarnos hasta qué punto el instinto de supervivencia es el motor que guía nuestras vidas. Si bien el film decide centrarse en la historia de René para conseguir una cierta estructura clásica (un protagonista, una evolución dramática), la película sufre de una duración excesiva, más si tenemos en cuenta que nos mantenemos en el mismo espacio. Quizás es porque el film se queda a medio camino entre adoptar y profundizar sobre la historia de sus protagonistas o ser simplemente una ventana a la que asomarse al centro, pero sí que queda la sensación de que durante muchas partes la película gira sobre sí misma sin demasiada dirección.
El centro de recolección aparece retratado no como parte de la ciudad de Nueva York, sino como un no-lugar donde los apartados de la sociedad realizan sus transacciones, totalmente alejado de la idea de la gran manzana como un lugar de oportunidad. Se trata de un trabajo oscuro, en la sombra, como pequeños insectos que comen piel muerta de un gran mamífero. El problema moral quizás resida en que hablamos de seres humanos racionales, con aspiraciones y sueños, víctimas de una frenética rueda capitalista que descarta a quien no es capaz de seguir su ritmo.