Las cuatro paredes de la casa donde vive Jackie con su madre y hermanos encierran algo más que una confidencia de difícil asunción, también un periplo cuya transición se antoja forzosa en la consecución de una nueva etapa. Es, de hecho, la particular paradoja de sus personajes, atrapados en un momento indeterminado cuyo rumbo parece sujeto al devenir de unas circunstancias siempre adheridas al desarrollo propio —tanto en la recién estrenada Fourteen como en The Unspeakable Act, el film que nos ocupa, toda emoción obtiene su reverberación en la adolescencia—, aquello que precisamente marca el carácter y evolución de los mismos en el cine de Dan Sallitt. Una especie de confusión que surge generada por los vaivenes de un ciclo cuya voluble naturaleza no hace sino otorgar una nueva perspectiva a aquello que bien podríamos racionalizar desde nuestra posición, pero que termina por deshilachar todo atisbo de cordura. Y es que más allá del carácter dialéctico que toman los films del cineasta nortamericano, donde hacer de la palabra un arma desde la que afrontar esas difíciles situaciones que entroncan con el universo de sus personajes, la última decisión queda absorbida por una voluntad que, en la mayoría de casos, emerge desde un estado moldeado en gran parte por el devenir de los hechos. Es como, de ese modo, las visitas de Jackie a la psicóloga, así como las fugaces conversaciones con su hermano, no son sino una inevitable transición hacia la disposición que tomarán los pasos de la protagonista, siendo en última instancia sus decisiones las que conformarán un espectro ambivalente desde el cual enfrentar sus emociones, y comprender así cuál es en realidad el punto final de una etapa alimentada por las dudas pero, ante todo, por la incapacidad al afrontar una nueva y extraña disposición.
La contrariedad que afronta, pues, The Unspeakable Act, no está pues en la coyuntura expuesta entre Jackie y su hermano, así como la resolución de la misma. Sallitt decide exponer ese dilema como proyección de un período cuyo reflejo no se cimienta únicamente en la figura de la protagonista; también encontramos en su hogar, donde convive de forma singular con su hermana y madre, una representación de aquello que parece suponer un escollo para Jackie, pues más allá del rol —en ocasiones casi testimonial, lejos de la devoción de Jackie por el talento de su progenitora en el campo de la escritura— tomado por ambas, no se atisba una réplica concreta que Jackie termina por encontrar tanto en su psicóloga como en sus compañeras —con las que se reúne para hablar de menesteres de la edad sin rodeos ni reservas—. La austeridad que toman los escenarios en ese contexto, al fin y al cabo encargados de realzar el ambiente en que convive la protagonista, se transforman en una insólita imagen de esa sensación de inmovilismo que parece detenerla. Tallie Medel, en su primera colaboración con Sallitt —la segunda sería la notable Fourteen ya citada— vuelve a componer con esos visos un personaje mucho más complejo de lo que pudiera parecer, huyendo de soluciones elementales y encontrando en la cámara del autor de Honeymoon un aliado, que si hace del plano fijo una herramienta valiosa no es debido a un formalismo enquistado que se han encargado de lucir no pocos cineastas independientes (?) de nuevo cuño, lo es gracias al modo en que interpela a sus personajes, encontrando la convivencia perfecta desde la que hablar sobre temas que parecen afines en la cinematografía estadounidense más “indie” (nótese la ironía), pero que pocos autores han interpretado y explorado con la tenacidad y perspicacia de Dan Sallitt, uno de esos pequeños grandes nombres a descubrir en el panorama.
Larga vida a la nueva carne.