Que el reencuentro quede dispuesto como un elemento central de esta Fourteen, cuarto largometraje del cineasta independiente Dan Sallitt, no es ni mucho menos casual, en especial cuando —y a través de esas elipsis tan bien implementadas— aquello que sugiere el norteamericano prácticamente cada vez que Jo y Mara vuelven la una a la otra es en efecto eso, una nueva confluencia, una mirada atrás que las devuelve a esa relación esquiva, inconstante; tanto como el carácter de Jo, una rubia espigada en cuyo periplo no parecen caber el orden ni la estabilidad, cuya balanza anímica, Mara, intenta componer el equilibrio que sí parece derivar de sus decisiones y modo de ver y comprender las cosas. Es, por tanto, el vínculo forjado entre ambas, un punto de partida específico desde el que entender Fourteen como la vuelta sobre unos pasos que no terminan de generar el marco idóneo para un trayecto constante, donde el presente es afrontado como una suerte de espejo roto del pasado empujado por una extraña neurosis evocada que termina abriéndose en canal ante situaciones límite, esas donde ni siquiera el equilibrio de Mara pudiera sujetar su propia condición, sus lazos afectivos personales.
De puesta en escena austera, el diálogo se impone como dominante en la descripción que Sallitt realiza acerca de la relación entre Mara y Jo. Un diálogo que parece construido sobre esas bases tan concisas del cine independiente de naturaleza más irreductible —minimalismo en los escenarios, planos dilatados y en ocasiones estáticos, y expresividad máxima—, pero que en realidad se fundamenta en una condición mucho más madura; desde él, el norteamericano eleva el film a partir de una especie de piezas que, ciertamente, no lo son, pero que sirven para forjar esa sensación de fragilidad e indeterminación que recorre el film. Puesto que al fin y al cabo todos esos cortes y lapsos temporales que Sallitt dispone, y que nos llevan de un lado a otro, se erigen como retrato de lo efímero, de aquello que en realidad un momento no puede sostener —y, por ese motivo, la composición a través de las distintas escenas que propone el autor de The Unspeakable Act no admite escisión alguna—, pero cuyo recorrido sí determina todos esos instantes en los que afrontar cada nueva cuestión desde un estado sentimental concreto.
Con poco, Fourteen logra componer un mosaico donde las cicatrices del tiempo se dilucidan de forma imperceptible, sutil, hasta que llega el momento de la confesión; pero no una de esas confesiones afeadas por su propia circunstancia (directa, franca), que es la que debe ser, sino una confesión sentida, con el corazón en el puño, desbordando una sinceridad que se construye más allá del inteligente manejo que realiza Sallitt de los recursos de que dispone. Además, tanto Tallie Medel —una ya habitual en su cine, además de frecuente rostro en la obra de otro de esos grandes cineastas independientes a (re)descubrir, Nathan Silver— como Norma Kuhling logran componer voces rotas, pero naturales, con la espontaneidad que promueve el vínculo desde el que se forja Fourteen, convirtiendo el último trabajo de Sallitt en un pequeño pero devastador descubrimiento, de esos que calan y duelen. Que se sienten certeros sin necesidad de alzar la voz o realizar aspavientos, con la agudeza de un espacio detenido en el tiempo —como ese parking de una estación a la que volver tras tantos años, para descubrir un hogar olvidado o, en su defecto, del que querer huir— como magnífica metáfora de la fragilidad que nos embarga de tanto en tanto, pensando en cómo cambiar aquello que ya no admite cambio, aquello que siempre permanecerá como una marca más de nuestro sino, el inextinguible e inevitable pasado.
Larga vida a la nueva carne.