Tres pasos. Tres segmentos diferenciados componen este curioso relato en el que Gabriel, un joven monje de la Francia de finales del siglo XVIII, en plena Revolución, sufrirá severos cambios en su forma de vida, pensamiento y fe.
Primer paso: resistir ante el invasor.
Gabriel arremete, desde su posición inferior, contra los soldados revolucionarios que empiezan a tomar medidas drásticas para con los suyos. Es sabido que una de las premisas de la revuelta era declarar las tierras de la Iglesia como propiedad de la Nación y de paso convertir a los sacerdotes, obispos, etc. en meros funcionarios públicos —así nace lo que se conoce como la ‹laïcité›—, originándose así en Gabriel, el sentimiento que da nombre al título. Con su innegable valentía y sus principios intactos, se consigue llegar a un acuerdo con los ocupantes y al mismo tiempo ensalzar la figura del monje entre las tropas. Todo ello intercalado con la presencia de ciertos personajes que harán mella en el joven Gabriel.
Segundo paso: unirse al invasor.
Tras una serie de sucesos, variopintos y tímidos, Gabriel toma posesión de un cargo como jefe de escuadrón y su fe entra en conflicto con un creciente ánimo redentor para consigo mismo y para los que ahora son sus compañeros. En un momento de flaqueza, decide dar una orden sin tener en cuenta la naturaleza de la gente con la que trata y se produce una desgracia. Asume la culpa y reniega de su propio ser, lo que lo llevará posteriormente, a cuestionarse temas de vital importancia. No solo son sus ropajes los que cambian, pues cada nuevo atuendo —hábito, ‹sans-culotte›, camisa blanca— conlleva una personalidad diferente, y por tanto, un cambio fundamental.
Tercer paso: enamorarse y ceder.
Cuando los soldados abandonan el monasterio y un ciclo de violencia cesa, se abre una nueva página en su libro vital. Marianne, la joven chica del continente africano, del continente salvaje y misterioso, se ha quedado con él, dejando a un lado a los jacobinos, con quienes parecía tener buena relación. ¿Por qué? La respuesta es obvia y puesto que tan obvia es, Clément Schneider deja de un lado las vueltas de tuerca y las nimiedades del cine romántico más naíf, para brindarnos los momentos más interesantes del film. Unas fotos en el Jardín del Edén donde dos vírgenes acaban por conocer y explorar lo que el ambiente y la naturaleza les brinda. Allí es dónde Gabriel cede. Cede al amor, por supuesto, y comprende algunas cosas sobre su devenir. Cosas relativas al sentimiento de Gracia, al amor terrenal y supraterreno, a la vuelta al origen desde el presente y a la muerte. Pero, claramente, no es oro todo lo que reluce y aunque haya pintado muy bien la historia, la película no llega a ser tan buena. Pues lo que tiene de independiente lo tiene también de simple y los planos que de verdad expresan sentimiento son contados. Por no hablar de la música… Aunque, lo verdaderamente interesante es ver como se plantea el típico problema de que la violencia engendra violencia, sabiendo sortear los entresijos de un argumento que clama a lo previsible, dotándolo de identidad propia. Así pues, la fe de Gabriel se ve intensificada, luego trastocada y finalmente renovada para poder hacer frente al cambio histórico y personal que supone un suceso tan sustantivo como la Revolución Francesa.