En una de las primeras escenas de Retrato de una mujer en llamas, una de sus protagonistas, la artista Marianne, se sorprende al observar un retrato malogrado de Heloïse, en cuya imagen emborronada reside la frustración del pintor al no ser capaz de alcanzar la imagen de la joven. Es en ese respingo de Marianne encontramos quizás la esencia del film: la (in)capacidad de una imagen para captar por completo la esencia de un momento, de un sentimiento, de una persona.
Dirigido por Céline Sciamma (Tomboy, Bande de filles), y protagonizado por Adèle Haenel y Noémie Merlant, Retrato de una mujer en llamas fue una de las películas más destacadas en el pasado Festival de Cannes, en el que se llevó únicamente el premio a mejor guión pese a haber sonado (y mucho) como probable Palma de Oro. Marianne, pintora, llega a una casa señorial cerca de la costa para pintar un retrato de Heloïse, una joven a la que su madre quiere casar con un rico milanés. La joven, dudando del matrimonio, boicotea un retrato tras otro para así evitar que su futuro esposo la vea.
No sería descabellado calificar el film de Sciamma como una historia de amor entre tres retratos. El primero, realizado a base de miradas furtivas, bocetos a escondidas y ejercicios de reminiscencia, nos habla de la capacidad de la imagen para fijarse en la retina, y de ahí, en la memoria, así como de la idealización del primer enamoramiento, y de la importancia de la mirada y de la imagen para que este se produzca. El primer retrato que Marianne pinta de Heloïse es una primera impresión, la cristalización de un misterio. Sciamma juega con ello à la Vertigo, colocando nuestros ojos sobre los de Marianne, retrasando así la esperada imagen del rostro de Heloïse.
En el segundo retrato, para el que Heloïse decide posar, gira la idea de la necesidad del arte para representar la realidad, pero también de la mentira de la objetividad, y de cómo la intensidad e implicación de artista y modelo y su relación mutua (Heloïse solo empieza a sonreír cuando conoce a Marianne) influyen en una obra. La cita, quizás demasiado reiterativa, del mito de Orfeo y Eurídice sirve a Sciamma para contar algo sobre lo que se han escrito infinidad de páginas; si la representación de una imagen puede sustituirla, si es posible satisfacer esa necesidad casi fagocitadora de conocer a un ser amado casi por completo o si la memoria o la representación pueden contener la imagen real.
Finalmente, en el retrato de una mujer en llamas (con la doble acepción sobre lo que quema), Marianne parece lograr la experiencia aurática de captar ese momento en el que la esencia de Heloïse parece manifestarse. Es posible que si la historia de enamoramiento de ambas protagonistas es tan perfecta es porque acaba ahí, en el momento álgido de conocimiento profundo mutuo. A partir de ahí queda el recuerdo y la representación, como parece querer decir el detalle de la página del libro en el epílogo. Esta parte del film, en el que el personaje de la criada y su embarazo no deseado cobra más importancia, también nos habla de la manera que tienen las imágenes para crear hechos y tiempo, y cómo la ausencia de representatividad de ciertas realidades en torno al papel de la mujer ha contribuido a una visión patriarcal del mundo y de la Historia.
Como toda gran obra, Sciamma consigue contar una historia y reflexionar al mismo tiempo sobre el propio medio cinematográfico. Retrato de una mujer en llamas es un relato complejísimo de obligada revisión, una película cerebral y pasional a partes iguales. Si el film no cae del todo de un lado o del otro es seguramente gracias al buen hacer de sus actrices protagonistas, brillantes a la hora de escoger los momentos para transmitir emoción, atracción o para poner en palabras las profundas ideas de la película. Cada vez que Adèle Haenel, Noémie Merlant o Luàna Bajrami se miran, tenemos la sensación de que entendemos todo sobre el amor y sobre el arte, aunque luego, cuando las luces se vuelven a encender, todo ese conocimiento se desvanezca como la imagen de Eurídice en el umbral del Inframundo.