Nana es un retorno. Supera la barrera de la reflexión y se convierte como conjunto en película. Un final encauzado que tiene la necesidad de volver a lo conocido para sobrevivir a las amenazas escondidas, con un lenguaje de infante manteniendo el pulso adulto.
Nana es la naturaleza humana. Es todo lo que conocemos y aprendemos, en un entorno que no siempre podemos controlar. Reconocemos los lugares y sus olores, en la rítmica vida que normaliza nuestras acciones.
Nana es una canción que no suena. La musicalidad proviene de la tierra y sus despertares, ya se sabe que el silencio no tiene la misma sonoridad en cualquier lugar.
Nana es una niña de cuatro años. Vive en el campo, en algún lugar profundo y frondoso alejado de las comodidades mundanas, en un espacio libre y luminoso en el que ella y su madre tienen una rutina en la que crecer juntas. Pero un día Nana se queda sola y el miedo no aparece en ningún momento. La libertad tiene otra perspectiva cuando repetimos lo que sabemos sin que nadie opine sobre su ejecución.
Quedarse sentado junto a una niña y ver con tus ojos lo que ella sabe, cuando toca y pregunta qué son las cosas, las expresiones y comentarios que repite por verlas día tras día en los adultos que la rodean, la inconsciencia de su voraz curiosidad, su forma de jugar, los gestos que van definiendo su forma de actuar. Produce ternura y abre un camino de pureza que sólo ella puede vivir, algo que también pasamos y ni siquiera recordamos.
Esto da una idea del trabajo y la paciencia que Valérie Massadian, directora de la película, tuvo que aportar a un proyecto cuanto menos curioso que consiguió culminar como una comunión perfecta entre una cámara quieta y contemplativa y una niña autosuficiente y salvaje, creando un cuento donde prima el instinto y toda la rudeza de la situación se ablanda en los ojos de la niña. La película se aleja de ideales y vuelve al exponencial del «menos es más» sin dobleces ni medias tintas que enturbien lo que realmente interesa.
Todo en un escenario muy vivo y espectacular, donde la luz la da el día y el espacio se limita a pequeñas habitaciones e inmensos áboles. A algunos les parecerá una brutalidad innecesaria la escena inicial con el cerdo, que no es fría ni hiriente, es una escenificación real de lo que pasa (o pasaba, que todo se pierde) en pueblos que vieron nacer a tantos y que muestra que lo que asusta a una mayoría es algo que pertenece a lo que aquí encontramos, un ensayo de la vida rural con más arte en el diálogo de lo que consigue en ocasiones un guión estudiado y volcado a bocajarro.
La pequeña Nana no afronta, sigue con su vida como ha aprendido de los demás. Al final, eso es un niño, un animal con la necesidad de explorar y conocer lo que le rodea, en esta ocasión acompañada de largos planos estáticos o secuenciados donde el punto de vista desde donde abordemos lo que sucede nos suscitará unos sentimientos totalmente distintos. La película nos provoca responder de un modo u otro, y la indiferencia no es una opción pese a que el peso de todo lo que sucede se abraza a una pequeña de cuatro años con su bonita cara y su resuelta actitud, viviendo un cuento expresado en movimientos que no a todos gustará. Arriesgada es la idea y posiblemente difícil la conexión, pero enriquecedor es generar un planteamiento y fabuloso arraigarse a la tierra que nos ve crecer y expirar.
Nana es un enfrentamiento a la individualidad donde, como decía, el silencio tiene todo tipo de matices, más todavía si es Nana quien lo rompe para disertar en su propio idioma.