Solo han pasado unas horas pero sabemos que muchos ya echan de menos el ambiente del Festival de Sitges, así hemos preparado un antídoto ideal. Nuestra sesión doble viene unida al leitmotiv de este año, esa maravilla surgida de Australia, el ‹ozploitation›. Así nos dejamos guiar por uno de sus líderes, el director Brian Trenchard-Smith, para dar su lugar a dos de sus mejores títulos: en 1982 rodó El imperio de la muerte y en 1986 Campo de exterminio. Dos títulos imprescindibles para entender el género que empastar perfectamente para una grandiosa sesión doble:
El imperio de la muerte (Brian Trenchard-Smith)
«Life is obedience. Obedience is work. Work is life.» reza el cartel situado en el barracón donde los llamados “inadaptados” son confinados en esa sociedad autoritarista que presenta Turkey Shoot (titulada en nuestro país El imperio de la muerte). Lema que se erige como realidad irrevocable de un espacio que Trenchard-Smith hace funcionar como parábola en un género, el ‹ozploitation›, que si bien viene a explotar todos aquellos elementos afines desde los que procrear una pieza lo suficientemente estimulante, no se olvida de una siempre interesante discursiva ya presente de modo similar en otros films como Thirst (Rod Hardy, 1979) o Despertar en el infierno (Ted Kotcheff, 1971).
No obstante, la acertada introducción que nos brinda el australiano (más conocido por un film presente en el ideario popular como Los bicivoladores), haciendo partícipe al espectador de un universo despiadado, no es sino el disparador de lo que se convertirá en una suerte de revisión de El malvado Zaroff, apelando, eso sí, a unas constantes que definen precisamente el ineludible carácter constreñido en un género sin cuya singular perspectiva no tendría sentido el aparato formal (y guerrillero) construido en torno a esos escenarios tan clásicos del cine ‹aussie›, y aquello que por extensión representan.
Porque, precisamente, es a partir de ese componente desde el que funciona Turkey Shoot hasta bien entrado el segundo tramo de film, componiendo a través del espacio un recoveco desde el que lanzar ese grito ahogado al que parecen abocados sus personajes. Y es que aquello propuesto como un juego por los villanos de la función, parece encontrar punto de escape en uno de los elementos por antonomasia del ‹ozploitation›, precisamente y por norma general convertido en percutor (desde lo psicológico) de estados que tan bien reflejó Everett De Roche en sus libretos (véanse films como Razorback o Largo fin de semana).
Pero lejos de lo propuesto por el prolífico guionista australiano, Trenchard-Schmidt se destapa con un ejercicio en el que prevalece la raigambre genérica más pura y dura, ya sea desde esa vigorosa afinidad hacia una irrenunciable acción, o en la mirada cruda y brutal que no hace sino continuar moldeando ese discurso propuesto desde el arranque de la cinta. Así, termina siendo su explosión violenta (desde, claro está, las más que visibles limitaciones que posee) aquello que otorga al relato el tono idóneo para que la propuesta no quede en tierra de nadie.
Puede que con Turkey Shoot, pese a su estatus dentro del género, no nos encontremos ante uno de los mejores títulos de la cinematografía ‹aussie› predominante en aquellos años dorados aún por descubrir, pero sin lugar a dudas es uno de los que mejor recoge la esencia e implicaciones de un cine directo, descarnado, pocas veces convencido por adornos formales, y especialmente definidos gracias a uno de los cineastas que mejor recogió el significado de lo que suponía aquel cine de guerrilla sin el que, a buen seguro, hoy no podríamos disfrutar de una irreverencia que se antoja clave para seguir expandiendo miras y comprender el horror como algo más que una nota a pie de página.
Escrito por Rubén Collazos
Campo de exterminio (Brian Trenchard-Smith)
Ya fuera de la época más productiva y recordada de la ozploitation, es a mediados de los 80 cuando el realizador australiano Brian Trenchard-Smith crea una de esas películas que por méritos propios se han convertido en un pequeño clásico de culto para la producción “b” urdido en dicha década, y de manera más particular para la cinematografía de su país de origen en términos estrechamente relacionados con el género. Dead End Drive-In se ubica en la mentada lejanía temporal en cuanto al fulgor más productivo de la también llamada ‹aussiploitation›, esa década de los 70 en la cual se germinaría y explotaría esa corriente revestida dentro de la distinguida orografía australiana, con preceptos tanto formales como temáticos capaces de generar una idiosincrasia propia como una corriente de personales (y autóctonas) particularidades. Aunque el fenómeno se extendería hasta los primeros años de la siguiente década, esta tercera importante aportación de Trenchard-Smith a la vertiente (también director de la icónica y alocada Stunt Rock, además de la más recordada Los bicivoladores), ubicada en 1986, deja en evidencia unas irremediables influencias del éxito foráneo de entonces, que en cierta medida le hacen perder parte de esas señas de identidad de las que gozaba aquel cine australiano de género, aun manteniendo en su esencia las disruptivas formas por abordar un espíritu de transgresión, especialmente palpable en su subtexto de denuncia.
Dead End Drive-In nos sitúa en un futuro cercano, de tintes apocalípticos y decadentes, en el que un viejo autocine es utilizado por el Gobierno como método de reclusión de esa juventud rebelde e inconformista que se aleja de los férreos cánones que desde el poder se intenta instaurar a la sociedad, a modo de una “idiotización” basada en un consumismo de comida rápida y películas; allí irá a parar por accidente un joven que se rebelará contra este sistema, generando las consecuentes trifulcas en este espacio. Trenchard-Smith se amolda a un subgénero clave del fantástico de aquel momento como es el post-apocalíptico, respetando la mayor parte de sus tropos con la idea de la sociedad represiva, la deshumanización progresiva y la búsqueda de la libertad, en un envoltorio de desesperanzador futurismo que sustituye la sofisticación idealizada del futuro por el paraje desértico y polvoriento; lo que en Mad Max (innegable influencia aquí) suponía un pictórico tratado de la orografía australiana aquí se convierten en un trabajo visual mucho más universal, que aún alejado del peso autóctono de las aussie contiene un su fondo un subtexto donde distinguir ese carácter contestatario que categorizó a la vertiente.
Con un ideario de alarmante asimilación actual como el fracaso económico, que da unos aires de realismo a su condición de post-apocalipsis, Dead End Drive-In se recrea con cierto atino con su condición de película espectáculo, donde encontramos una serie de escenas de acción rodadas con un artificio encantador, además de un serio ideario en su temática: la rebelión, la lucha en contra de un férreo sistema basado en el poder individual de su protagonista, lecturas acerca del control laboral o el racismo, además de las ramificaciones más excesivas que dieron voz al ‹actioner› como movimiento estrella del cine de acción de la época. Con todo, y sin olvidar un innegable sentido paródico presente cada vez que se da rienda suelta a la extravagancia, el film se posiciona como una pieza que, aún con una condición casi testamentaria a la época dorada de las aussie, guarda para sí las ahora añoradas concepciones del entretenimiento de entonces.
Escrito por Dani Rodríguez
Gracias por comentar estos títulos tan underground, muchas pelis de los 80s y 70s ya no son mas ciencia ficción sino son realidad terrible mundo en el que vivimos.