La vida transcurre tranquila en Villa Ramiro, una localidad rodeada por colinas, montes, surcada por las cuevas que sirven de viviendas para la mayor parte de la población. Al final de la primavera se celebran unos carnavales tardíos mientras se reúnen los mandos militares, caciques, el sacerdote y un barón en el castillo que corona el pueblo. Allí conspiran contra la Segunda República, gracias a la información privilegiada de la cúpula castrense para perpetrar el golpe de estado del dieciocho de julio de 1936, una fecha fatídica en la que se inició la Guerra Civil española. El resto es Historia, por supuesto.
El árbol de Guernica —L’Arbre de Guernica— es el tercer largometraje de Fernando Arrabal, escritor y cineasta español residente en Francia. En ese país consigue la financiación para sus siete películas, ya sea en coproducción con Italia u otros países francófonos, como Canadá. En este caso el rodaje se sitúa en Matera y Basilicata, dos localidades del suroeste italiano. Las condiciones climatológicas junto a la luminosidad del entorno, sirven como escenario para la ficticia Villa Ramiro. La cámara sigue a un reparto coral entre los que destacan dos personajes principales: la mística Vandale junto a su enamorado Francisco de Goya, un rebelde surrealista que regresa al hogar de la familia. Aunque ambos son los personajes con más relevancia en el libreto, los dos se comportan como entes que parecen seres ajenos a lo que sucede a su alrededor, algo esotéricos frente al carácter mundano de los otros. El resto de papeles resultan más creíbles a pesar de su representación unidimensional, ya se trate del maestro volcado en la sociedad a la que da clases El sacerdote, que favorece a los poderosos antes que a su parroquia. O los nobles caciques que someten a los obreros del lugar. El pueblo inventado es una sublimación a escala pequeña de lo que podía ser casi todo el territorio español, a mediados de los años treinta del siglo veinte, con su fanatismo religioso, los poderes establecidos por unos pocos privilegiados sobre la mayoría de los habitantes. Y la falta de educación que sometía a una población analfabeta, en proporciones deseadas por las clases altas para mantener su fuerza. Nada que no suceda hoy en día con algunas transformaciones.
Fernando Arrabal sorprende durante los primeros quince minutos porque siendo un hombre de letras, novelista y dramaturgo, confía en la capacidad de las imágenes con la banda sonora para ir narrando su guión. El inicio muestra un grupo de niñas, vestidas como comulgantes, que corren ondeando banderas negras y rojas, los colores de la insignia falangista pero también de algún grupo de izquierdas. El uso del zoom, las panorámicas veloces, el rodaje en exteriores y un descuido formal en las proporciones y encuadres de los planos, dan idea formalmente de la fecha de producción: el año 1975. Este contexto audiovisual está representado por muchos directores contemporáneos que manejaban con soltura y expresividad del reencuadre óptico, por medio del teleobjetivo, además del contraluz o los barridos acelerados. Pero en el caso de Arrabal estos mecanismos se muestran desmedidos, improvisados y chapuceros. Tampoco ayuda el uso del doblaje, con ausencia total de sonido directo, una circunstancia que provoca la extrañeza constante, reforzando la poca credibilidad en las secuencias de tiroteos o explosiones, más artificiales que las de cualquier western barato. Uniendo estas piezas a un reparto heterogéneo que colabora poco en sus réplicas, el resultado es formalmente penoso, aunque algunas escenas funcionen por evocación épica, como la recreación del bombardeo sobre Guernica con una maqueta hecha por los alumnos de la escuela. Los breves interludios de imágenes documentales en blanco y negro que salpican algunas escenas, creando algo de tensión. Unos segundos de planos virados a sepia tras un ataque de los sublevados nacionales que consiguen más dramatismo que la propia acción. O algunos instantes oníricos con los enamorados.
El árbol de Guernica podría haber sido una de las mejores películas sobe la Guerra Civil si su responsable no hubiera jugado solo a provocar cuanto más, mejor. Su punto de vista sobre el conflicto es comprensible desde un sufrimiento interno como hijo de represaliados o ejecutados por el bando nacional. También es interesante como repulsivo de venganza hacia los fascistas. Sin embargo, su afición desmedida por epatarnos a los espectadores la hubiera conseguido mejor, cuidando más la forma, sin acumular escenas en una estructura caótica que resulta ser lo más anárquico del conjunto, saltando de Guernica al pueblo y de allí a otro frente. Esta incoherencia mal rodada y peor montada, cansa antes que indignar. Un buen ejemplo son los diálogos, teatrales en su declamación, totalitarios en su mensaje, que traicionan la integridad de los personajes.
Arrabal, que es como firma su obra el autor —solo con su primer apellido— crea un trabajo muy interesante desde su aportación documental e histórica, como resumen de los desmanes de una guerra, abstrayéndonos de los personajes o las situaciones. Podría haber hecho más caso a dos referentes opuestos en logros e ideología como son Sierra de Teruel —L’espoir— de André Malraux o Rojo y negro de Carlos Arévalo. De la primera sí que parece imitar las secuencias bélicas, tal vez con malos logros. De la segunda quizás no quiere saber nada, pero Ken Loach sí que tomó nota para Tierra y libertad de ese drama con tintes falangistas que, aunque fuese contrario a los republicanos también fue crítico con el entramado franquista, en pleno año 1942, razón que sirvió para su censura en la posguerra. Ojalá Fernando Arrabal los hubiera observado mejor para que su película estuviera a la misma altura que las citadas.