Las maravillas y pesadillas de Incident in a Ghostland vienen alimentadas de todo lo que hace del nombre de Pascal Laugier un referente —al no dejar indiferente a nadie—. Laugier es un gran vendehumo y ha potenciado esa habilidad a lo largo del tiempo. Su gran bombazo vino con su aportación al nuevo cine de terror francés (el extremo) con Martyrs, que manipulaba el ideal de sufridor(a) religioso con un exceso de ensañamiento con sus personajes. La violencia se apoderaba de su discurso, quedando al margen la idealización del bien y el mal ante un intento fortuito de rascar belleza de la brutalidad.
Como todos los hijos de la reinvención del gore francés, fue tentado por las producciones del otro lado del charco y se atrevió con el thriller en El hombre de las sombras, un intento de cuento del coco con esos despuntes propios de violencia enajenada que llevaba a una conclusión que, miraras por donde miraras, era aberrante y elitista aunque se disfrazara de “girito” ingenioso.
Han pasado varios años desde este trabajo y sus fans habrán agradecido que para Incident in a Ghostland haya recurrido a sus ideas cumbre bañadas con nuevos aires de grandeza. Pero sigue siendo el mismo perro pese al cambio de traje. Laugier disfruta con el ensañamiento femenino —y no es una crítica por sexista, siempre se ha defendido en la gran pantalla el grito femenino, o no habría un listado de ‹scream queens› para el recuerdo— y con las referencias culturales llevadas siempre a un terreno oscuro, y si no le falló (a vista de sus fans) anteriormente, ¿por qué no repetir?
El problema lo tenemos los no-creyentes, porque a Martyrs en su momento pude encontrarle un atrevimiento que perdonaba el efectismo exacerbado que muchos criticaron, pero el aire telefilmero de El hombre de las sombras era de difícil digestión, y sus dos peores marcas de la casa están presentes en este nuevo trabajo.
Incident in a Ghostland rememora las películas en la que algún retorcido personaje interrumpe la felicidad de una familia, siempre con matices: no tiene reparos a la hora de citar a un fan acérrimo del género como Rob Zombie, también intenta ponerse a su nivel al crear a los malos del cuento, al menos es su intención desde el momento en el que convierte a Lovecraft en el icono sobre el que circula uno de sus personajes, ya no solo como persona a la que imitar y venerar, poco a poco lo convierte en uno más de la narración.
Pero el modo en que se emplea con las tres mujeres que centran el film tiene un aspecto formal excesivo, y aunque sea su toque personal y algo habitual en cualquier película con psychos, deforma de tal modo a las jóvenes que se asemeja a una burla impuesta que perfila inquisitoriamente con su relación con el thriller de sobremesa y el buenismo zen del que abusa con la búsqueda del contraste.
Y es que sobrepasa la línea en tantas direcciones que pierde la efusividad quedando una película que no pasa del efecto entretenimiento con ínfulas de gore y poso de golpe en la cabeza —ya se sabe, algo olvidas durante el accidente—. Una película en la que encontrar al autor experimentando no significa que vaya a ser el gran acierto. Sororidad a tope con las muñecas.