En un momento concreto de J’accuse, el coronel del ejército francés Marie-Georges Picquart, al que da vida Jean Dujardin, comprueba el estado de abandono en el que se encuentra la sede de la central de inteligencia que le ha sido asignada como nuevo destino. Esa molesta decrepitud se debe, en parte, a la enfermedad que mantiene postrado al anterior encargado del puesto, sometido a los tormentos de la sífilis, esa enfermedad venérea que castiga, en cierto sentido, los excesos amatorios de sus temblorosas víctimas. Uno no podía dejar de pensar con cierto sarcasmo que, quizás a la hora de volcar en el metraje de su nuevo filme sus experiencias personales, a Roman Polanski le había pasado una mala jugada su subconsciente. O tal vez fuera un exceso de sinceridad por su parte, pero tendemos a creer que no.
En efecto, J’accuse es como ese edificio que Dujardin recorre con cierta indignación tras ser nombrado para el cargo: una fachada llamativa que esconde un interior mohoso y lleno de telarañas. Más allá de la capa de polvo color ocre que parece haber caído sobre todo el metraje, dotándola de esa pátina de época tan irreal como colectivamente aceptada, creo que es significativa, cuando toca describir este regusto añejo en su metraje, la insistencia de Polanski en la descripción minuciosa del procedimiento de la causa contra Dreyfus así como en la ausencia de interés en la plasmación de la mentalidad de sus acusadores.
No existe el más mínimo intento, por parte del realizador polaco, de bocetar un retrato psicológico de las motivaciones de los villanos de la función. No queremos decir que existan causas subjetivas que expliquen el antisemitismo, la ineptitud profesional o la tendencia a la superchería, pero el intento de mostrar a estos personajes como autómatas incapaces de cualquier ejercicio de profundidad personal o procedimental no sólo repercute en la falta de hondura de su película, sino que deja claro que Polanski (recordemos que él mismo inició este juego de similitudes entre su caso y su obra) carece de cualquier capacidad de autocrítica sobre los motivos que le han llevado al exilio y a la persecución judicial: «me persiguen porque son malvados y porque están programados para hacerlo». La frase no es textual pero podría serlo.
Ni siquiera en último término aparece como elemento de justificación para dichos malvados lo que Hannah Arendt definió en Eichmann en Jerusalén como “la banalidad del mal”, es decir, el sometimiento del individuo gris a los mecanismos de un sistema que termina convirtiendo a inanes funcionarios en asesinos oficializados. Aquí, en la cinta de Polanski, los Eichmann del caso Dreyfus no sólo no recurren al escalafón funcionarial como hipótesis absolutiva, sino que ellos mismos se hacen partícipes de la causa primera que genera esta cadena de órdenes y dependencias. Una vinculación personal con el mal que no sólo condena irremediablemente a todos los Dreyfus/Polanskis que en el mundo han sido, sino que convierte en imposible su absolución dentro de ese mismo marco legal, una vez demostrada su inocencia. Sólo un héroe puede contrarrestar la pérfida naturaleza del antisemitismo y el feminazismo (?).
Este héroe es, en J’accuse, el coronel del ejército francés al que hacíamos referencia al inicio de este texto Marie-George Picquart. En una de las primeras escenas en las que aparece en pantalla, Polanski nos lo presenta en plena discusión con el futuro reo Alfred Dreyfus. En esta conversación, Picquart confiesa que no le gustan los judíos (sic) pero que actuará siempre con la justicia que su honor le requiere, con independencia de sus filias personales. Nos parece remarcable por cuanto indica la necesidad de Polanski de subrayar que los que defendieron a Dreyfus no lo hicieron por su amistad para con el capitán hebreo, sino por un inveterado sentido de lo que debe ser, de la justicia con mayúsculas. Suponemos que Mia Farrow le habrá otorgado un like a esa escena concreta. Siempre es agradable que te recuerden cuan justa es la causa a la que te has adscrito de forma desinteresada.