Y desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la Tierra hasta la hora novena. Y alrededor de la hora novena, Jesús exclamó a gran voz, diciendo: «Eli Eli Lema Sabctani» esto es, «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»
Mateo 27-46
Uno de los momentos emblemáticos del inicio de la 76ª Edición del Festival Internacional de Cine de Venecia lleva el nombre de Lucrecia Martel. La directora argentina, a la sazón Presidenta del Jurado de esta edición, abría la caja de los truenos al hacer pública su negativa a acudir al pase oficial de la película J’accuse, firmada por el realizador polaco Roman Polanski, encontrado culpable de un delito de violación hace ya varias décadas por la justicia estadounidense.
Más allá de la opinión propia que nos merezca Polanski como individuo, que no difiere en absoluto de la que podría mantener cualquier persona normal sobre otra que ejerce cualquier tipo de violencia sexual sobre mujeres. Más allá incluso de si el gesto de Martel es o no afortunado (esperamos que los que crean que no lo sitúen al menos en el ámbito de la libertad individual), nos interesan para este texto las causas que la directora de La ciénaga enumeraba para su acción, esto es, la incapacidad propia de diferenciar el autor de su obra. La presidenta del Jurado declaraba que le era imposible alejar la imagen del Polanski agresor al observar cualquiera de sus películas, es decir, los factores exógenos al propio film terminaban invadiendo la percepción que ella como espectador, como ‹connaisseur› más bien, terminaba percibiendo.
¿Es pues este conocimiento previo de algún detalle de la vida personal de un creador artístico un elemento disruptivo a la hora de analizar alguno de sus trabajos? ¿Puede conseguir que interpretemos dicha obra de forma diversa, opuesta incluso, en función de lo que sepamos de su vida? Esta duda puede ser usada como una herramienta de análisis (propio y ajeno) a la hora de acercarse a la nueva película de James Gray, Ad Astra, dado el conocimiento previo que poseemos acerca del realizador neoyorquino, de su relación con el hecho religioso y de la asimilación que ha hecho a lo largo de su obra entre la figura paterna y el concepto de divinidad.
Ad Astra se inicia con una escena cuasi apocalíptica en la que nuestro planeta es golpeado por unos rayos energéticos de procedencia interplanetaria. Sin profundizar demasiado en los detalles del argumento, sí mencionaremos que el origen de dicha fuerza está vinculada en cierto sentido a la figura de Clifford McBride, leyenda de la astronáutica cuya ausencia ha configurado la carrera de su hijo Roy y de la humanidad en su conjunto.
Como si fuera un Demiurgo cansado de la traición de las criaturas que ha creado, un Zeus retirado a sus dominios del Monte Olimpo, McBride Senior observa desde la distancia a la sociedad contemporánea, golpeándola con los mismos rayos justicieros que el padre de los dioses griegos usaba como herramienta cuando el comportamiento de dicha sociedad no se corresponde con unos principios notoriamente abstractos, nunca plasmados sobre piedra, papel o byte.
Clifford es por lo tanto un Dios del Antiguo Testamento, una entidad precristiana que funciona fundamentalmente como fuerza represora, una deidad esquiva en la que, su renuncia a ejercer como guía moral de su rebaño, ha llevado a éste al descreímiento colectivo, a situarse a un paso del suicidio grupal, del armageddon: «Somos devoradores de mundos» llega a decir Brad Pitt/Roy McBride al contemplar los excesos del capitalismo en el subsuelo lunar.
El rol de nuestro protagonista, además de resolver los misterios inherentes a su búsqueda (una odisea a medio camino entre la original homérica del Ulises de Ítaca y la del Benjamin Willard de El corazón de las tinieblas/Apocalypse Now), deberá dilucidar hasta qué punto esa presencia mitológica sigue imbricada con nuestro discurrir como especie y, en el mejor de los casos, dotar de un nuevo código moral a ese rebaño descarriado.
Lo positivo de Ad Astra es que, contemplada fuera de esa integración entre el hecho religioso y sus imágenes, de ese inseparable (?) contexto que vertebra toda la narrativa “jamesgraysiana”, tenemos la impresión que también funciona de forma notable como cinta de aventuras espaciales ad hoc. Y esto tampoco es malo, a fin de cuentas, no todo el mundo es Lucrecia Martel.