Siempre que una obra cinematográfica entraña un mensaje social, si se descuida lo que es esencial —y esto es la tensión entre los planos: el montaje. Más allá de lo que la mayoría crea acerca de otros elementos como la historia por ejemplo, que no es más que una opción dentro de este medio— pasa a convertirse en mensaje político y, para bien o para mal, a volcar una pretensión bastante simple y falta de fuerza, pero que puede resultar interesante a nivel visual, en otra absolutamente indiferente e incluso tediosa. Y esto es lo que pasa con el segundo largometraje de Benjamín Naishtat.
La peste, el desasosiego y la falsa promesa de un nuevo resurgir del varias veces mencionado, Movimiento, que no es más que un cascarón vacío que alude al mecanismo político y social de la Argentina actual (y de tantos otros países, por qué no decirlo) son los principales ejes narrativos de esta película que bebe de tantas fuentes y no acaba por escoger bien el agua. Pues no es de extrañar que el propio director reconociese la influencia de la Aguirre der Zorn Gottes de Herzog y del Trudno byt’ bogom (It’s Hard to be a God) de German. Lo malo es que ambas películas y ambos directores pecan de lo mismo haciendo gala de un dudable rigor histórico en pos de un mayor impacto en el espectador, diálogos aberrantemente insulsos y una apropiación por parte de la bonita fotografía que, salva y condena por partes iguales la obra final. Y con el film de Naishtat pasa lo mismo. A parte del problema que supone querer imitar o inspirarse tan descaradamente en otros artistas para hacer algo tuyo —aunque la innovación sea prácticamente imposible en el cine, aún queda la voz individual y personal— El Movimiento debe su falta de armonía a un montaje pecaminoso donde imperan los cortes casi maníacos y un absoluto descontrol sobre la pulsión de la imagen. Donde el blanco y negro actúa como opresor del color, que por A o por B, distrae siempre al espectador “contaminando” la pureza de las sombras moldeadas por la luz, el montaje anula todo lo que ofrece. Pues en términos de imagen física, las tomas de esta película son bien merecedoras de alabanza; pero aquí (en el cine) no hablamos de imagen fotográfica, sino de imagen cinematográfica o fílmica, si se prefiere. La ausencia de concordia entre los planos y la propia imagen denota una falta de deseo y firmeza en la mano del realizador, que se deduce, no es novedad si se ha visto su anterior film: Historia del miedo.
Haciendo una mención mínima a ésta, su anterior película, donde la incertidumbre y la inconexión dan unos frutos bastante amargos, puede decirse que la falta de visión de Naishtat para con las imágenes resulta más cargante de lo que parece en relación a éste segundo trabajo. Y es que si antes hablábamos de Herzog, ahora nos encontramos en la misma situación pero con Haneke y Van Sant —otros dos ejemplos que al parecer, el joven director argentino tiene como pilares del cine moderno— poniendo unas cartas algo mediocres sobre la mesa. El cine que se manifiesta ahora como “transgresor”, “independiente” o, con demasiado arrojo, “de autor” parece basarse en la pura imitación e conceptos, estéticas y motivos de otros que antes fueron pioneros en todos esos adjetivos tan fútiles. Sin pararse a entender que lo que ya está hecho debe suponer un punto de partida para, o bien proponer algo diferente, o regresar a periodos más antiguos.
El Movimiento narra la historia de un grupo de anarquistas vagabundos que intentan reclutar partisanos para su causa, sin resultados demasiado buenos. El líder sin nombre de este pequeño y sectario grupo carece de escrúpulos a la hora de tratar con la gente a la que llena las orejas con su oratoria barata y sinsentido. Varias escenas se descomponen para evidenciar la gesta de este misterioso hombre que cada vez está más perdido en su propia insania. Todo ello mientras somos testigos de una fotografía preciosista que clama a un falso estado anímico tanto del espectador como de los personajes. El fuego y el agua purificarán lo que posteriormente será un discurso más populista y que, con un acto de perdón maquiavélico, harán victoriosa la gesta del hombre malvado.
Como un lago donde pequeñas pepitas de oro resplandecen de vez en cuando, entre tanta piedra ordinaria, El Movimiento no acaba de desenterrar ese sentimiento que busca con tanto desespero. Al igual que sucedía con la inestable y estridente A Field in England —con la cual encuentro también tremendas similitudes— la segunda película de Benjamin Naishtat deja una sensación indiferente y que podría tener interés si se juzgara única y específicamente como experimento.