El fotógrafo Antoine d’Agata realiza su segundo largometraje donde la noche nos abraza y con un llanto sordo consigue penetrar en nuestro interior. En esta obra los cuerpos hablan, como ya lo hacían en Aka Ana (2008), pero de manera muy distinta. Los espasmos y el frenesí sexual casi diabólico del que hacía gala su anterior film dejan paso a una serie de cuadros inertes y secuencias neblinosas que, si bien pueden compararse con los sueños más profundos, son una representación opaca y lúgubre de los momentos más personales que el director ha tenido la “suerte” de presenciar. Retazos de realidad enfrascados en marcos negros tan densos que ni la luz de la esperanza puede escapar de su superficie.
Un puñado de testimonios de prostitutas —mujeres sin nombre, rotas y avocadas a la melancolía más profunda— evocan, con un lamento palpable en sus voces, sus pensamientos más íntimos acerca de la vida, la muerte, sus cuerpos y lo que supone usarlo como capital. Pues para los que se adentran en este abismo libidinoso, donde impera el deseo carnal sin recato y, por tanto, sin responsabilidad ni culpa, el cuerpo no es más que un instrumento que puede ser usado para obtener bienes. Desacralizando, por un lado, el propio recipiente que contiene esas mismas voces que nos hablan y creando una serie de adicciones que inevitablemente se apoderan de sus espíritus y cambian sus mentes. Así pues se nos revela un aspecto extremadamente anímico de un estilo de vida que oculta puntos demasiado oscuros como para siquiera imaginarlos. Puntos figurados a la vez que reales, pero definitivamente faltos de luz. Traduciéndose los cuales en la propia estética de la película.
Se mejora el espejismo etéreo que caracterizaba las escenas deshumanizadas y alienadas de Aka Ana y se pone sobre la mesa un estilo que es una consecuencia lógica del anterior, pero que está a kilómetros de distancia en términos cinematográficos. Pues la elección de ambientar esos pequeños e íntimos espacios —esos microuniversos a los que la oscuridad sigue rodeando— con un marcado claroscuro, recrudece y consigue hacer más real la irrealidad de lo real. Consigue hacer la experiencia más presente, captando y creando una imagen terriblemente preciosa. Y no es de extrañar que así resulte, pues aunque lo mostrado sea a veces chocante e incluso grotesco, no se abandona jamás el motivo principal de luz y oscuridad casi en perfecto equilibrio que recuerda a las pinturas tenebristas del barroco. Objeto remodernista, sin duda, de este director tan poco conocido.
Antoine d’Agata se sitúa en el lado pecaminoso de la línea divisoria entre el bien y el mal. Sus ambientes llenos de quietud amarga y cuerpos desnudos se ven intercedidos por escenas de animales con una carga emocional bastante notable. Dado que su cine se basa en el instinto —instinto bestial, instinto sexual, instinto animal— es comprensible que su uso del cuerpo animal esté también presente en ésta, su obra más importante por el momento. Los perros peleando, el cuervo desarrapado, la colmena de abejas o la vaca con el gaznate abierto son imágenes poderosas que refuerzan el discurso desesperado y abiertamente caótico del film. Su presencia se complementa con la de los seres humanos que no distan tanto de parecerse a ellos, en un contexto meramente físico. Hay que puntualizar que el cuerpo desnudo no tiene una connotación sensual, sino animal en ésta obra y que la fuerza bruta de algunas imágenes deshumaniza precisamente esos cuerpos, haciendo inútil y algo superficial hablar de material pornográfico. La intención es otra, bastante más admirable y compleja, aunque pueda resultar aberrante. El hecho es que d’Agata se adentra en el infierno para sacar algo de éste a la luz y no por ello ha de ocultar sus criaturas más monstruosas —Philippe Grandrieux comparte en cierta medida este ánimo revelador sin dejar de herir ciertas sensibilidades—. En definitiva, la última propuesta del cineasta francés tiene algo de terrible y algo de bella y los factores que juegan a favor de una lectura más profunda son bastante jugosos. Pero para intentar esclarecer qué supone para alguien despojado de espíritu y condenado al eterno ciclo de vicio y sufrimiento, el divagar sobre temas tan trascendentes como la muerte, el amor o la felicidad, hay que caminar a pasos lentos y firmes. Sin levantar un pie hasta tener el otro bien sujeto al suelo.