El nombre de Jean-François Richet empezó a ser conocido para el gran público con un sobrio remake, incomparable a su modelo pero de meritoria búsqueda de propia personalidad; el de Asalto a la comisaría del distrito 13, el clásico incuestionable del underground de los 70 en general y de la filmografía de John Carpenter en particular. Luego llegarían cosas como su binomio repasando las andanzas del gángster Jacques Mesrine, coronando a Vincent Cassel como su actor fetiche hasta el momento, o la entonces esperada Blood Father como la vuelta de todo un Mel Gibson por las ramificaciones del cine de acción que en su día le dieran gloria. Pero Richet, respetado por un manierismo cercano a los estribos del indie en varias obras de su filmografía, tiene entre sus primeros trabajos un extraño proyecto llamado Ma 6-T va crack-er, una mirada incisiva y alarmantemente estrecha a los bajos fondos parisinos, persiguiendo en su día a día a tres jóvenes a través de una cotidianidad marcada por su pertenencia a la cultura del rap. Inmediatos son tanto el recuerdo como la anexión a una obra hermana en concepto y hasta enfoque, El Odio de Matthieu Kassovitz; Richet parece consciente de las similitudes argumentales de su obra y por ello traza un tratamiento narrativo diametralmente opuesto, que dejándose llevar por las vicisitudes del documental se aleja del tono claramente incisivo y diáfano del citado film de 1995.
Richet se imbuye de un premeditado amateurismo para retozar con el espacio, la sordidez del escenario y la hostilidad imperante para proponer un juego con el espectador del que no será capaz de escapar. Arco, Mulik y Mustapha son los tres adolescentes a los que veremos en sus aventuras diarias; sus juegos, problemáticas legales o las hostiles cotidianidades de su condición social. La circunspección narrativa, que muestra un punto de vista voyeurista de incómodas aristas de realidad, está perfectamente hilada, en consonancia incluso a una dotación de personajes livianos, lejos a un compromiso de ficción, como un arma de doble filo que en el caso de Ma 6-T va crack-e peleará por una incesante credulidad ante todo lo que se pasee por la pantalla. En consonancia, innegable es la conexión de la película con una preconcebida denuncia, retratando el suburbio con unas intenciones de recreación adversa, que se corresponde con cierto tipo de problemáticas sociales tan en boga en aquellos en una Francia asediada por las revueltas urbanas.
Lo mejor que le puede pasar a la película es que el espectador accede sin remisión al conglomerado feísta de los acontecimientos. El tono tan cercano que imprime Richet propone algo con lo que se percibe al cineasta en plena comodidad: dibujar un incisivo cosmos de violencia, rebeldía y obstinación, como objeto de análisis de un universo social que involuciona y necesita un drástico cambio, en unas texturas fílmicas totalmente libres y espontáneas que engrandecen el valor de todo lo expuesto. Un estallido urbano al que se hace mención en su propio título, que da pie tanto al análisis como a la reflexión; respecto a ello, una lectura clara que se puede sacar a esta obra es la seriedad de la problemática, aquí ajena a cualquier tipo de anexión argumental ficticia, tan propia en películas de similar índole para extrapolar los hechos a una exaltación emocional que pudiera escaparse de la cruda realidad. La rebelión de un grupo de jóvenes ante el sistema al que pertenecen como método para exorcizar una frustración global, que deja un poso alarmantemente decadente y cruel.
Richet se basa en una dualidad conceptual para carburar su obra: el poder de la dialéctica, a través de un esmerado retrato del diálogo de sus personajes, así como en las vicisitudes más incómodas de la acción, algo que copa todo el último tercio de la película. Y aquí, adelantando algunas maneras fílmicas que se verían en sus posteriores trabajos americanos, el director francés muestra una pulsión especial para la estampa de la violencia, intransigente y espontánea, que convierte el artificio en una tendencia hacia la vorágine visual. Aquí, en un estado de ebullición en contra del enemigo (que Richet deja bien claro donde se posiciona a través de esta obra) y, en sus posteriores obras, más comprometidas con los procedimientos narrativos convencionales, como un empeño de cercenamiento emocional derivado de sus ficciones.