No encontré en Hereditary la genialidad que tantos otros sí vieron. Pude apreciar en ella un elegante despliegue estético, pero más allá de aquella hermosa fotografía y de una notable planificación, Ari Aster no me descubrió nada nuevo. De hecho, su película me pareció un recopilatorio desordenado de todos los clichés del género terrorífico, seleccionados y ejecutados de una forma casi aleatoria. Por si fuera poco, aquel tono contemplativo me pareció absolutamente innecesario y forzado. En definitiva, intuí la presencia de un director que me bombardeaba con estímulos (deslumbrante fotografía, tedioso montaje, soporíferos tonos musicales que recordaban los lentos bocinazos de un transatlántico…) tratando de distraer mi atención de la vacuidad de su discurso. Un castillo de fuegos para abstraer nuestras vistas de la tierra firme.
Hay algo de todo ello en Midsommar. Sin embargo se trata, en mi opinión, de un título bastante superior. Y por diversas razones. En primer lugar, los clichés han desaparecido. Es una propuesta que rebosa originalidad (siempre que entendamos sus referencias a The Wicker Man como influencias inevitables) y cuyo tono inquietante se intuye de una forma mucho más sutil. Seguramente, el mayor logro de Ari Aster es que no necesita la oscuridad para estremecer. Su tono perverso es tan discreto que puede camuflarse incluso a plena luz del día, mientras que sus exposiciones del horror son tan devastadoras que no necesitan complementos. Además, nada en ella resulta gratuito u excesivo: la buena mano por la planificación que el director ya demostró tener en su anterior trabajo presenta aquí la mesura como otra de sus habilidades.
En segundo lugar, en ella tampoco se aprecia un tempo tan tedioso como el de su anterior trabajo. Sólo con su brillante arranque, el director ya lo deja claro. Tanto la presentación de personajes como el estallido del detonante son un perfecto ejemplo de narrativa pausada pero en absoluto aburrida. Aster no desaprovecha ni un solo minuto y aquello que pretende exponer queda perfectamente entendido de un forma tan rotunda como elegante y sutil. Y así transcurre la película hasta que traspasamos, aproximadamente, la mitad del trayecto. Es entonces cuando puede intuirse cierta desorientación: no parece existir un rumbo fijo, tan solo el atisbo de determinados estímulos de genialidad que el director tiene la necesidad de expresar. Aparece, entonces, cierta sensación de ‹déjà vú› respecto a los defectos del título más arriba comentados.
Si embargo, la película encuentra su salvavidas en dos detalles. Por un lado, su ya mencionado primer acto. La presentación de personajes y la exposición de sus conflictos no solamente funciona por ser un fantástico ejemplo de narrativa, puesto que parte de su valor también se debe a que la personalidad y los conflictos de los protagonistas tienen suficiente peso como para reflotar en el desenlace, dejando en manos del espectador posibles interpretaciones alegóricas. Por otro lado, el simple hecho de que, esta vez sí, el trayecto es suficientemente inquietante como para soportar el peso (casi) completo de la película. En definitiva, seguimos sin estar ante ninguna obra maestra. Pero al menos esta vez el viaje valió la pena, aunque solo sea por el atípico pero efectivo laberinto emocional por el que tan bien (o mal) supo llevarnos, durante dos horas y media, Ari Aster.